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El irlandés

El irlandés
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“El Irlandés” es una película sin cocaína. Es una película de gánsters sin cocaína y sin sexo. Una película hecha por septuagenarios que parece posterior a la nostalgia. En “El Lobo de Wall Street” se percibía un recuerdo cariñoso del ritmo cocainómano que aquí ya no existe. Son viejos siendo viejos incluso cuando hacen de jóvenes. La película resulta algo confusa por las edades: De Niro es muy viejo cuando empieza a contar, viejo en el curso fundamental de la narración y hombre maduro con gestos de viejo en el flashback sobre el flashback. Esa retrospectiva sobre la retrospectiva podría recordar a El Padrino, pero solo vagamente.
Esta película es muy distinta, mucho más modesta, y fundamentalmente humorística. En el equivalente al asesinato de Fredo no suenan gaviotas trágicas, sino el bajo cómico, casi absurdo, de la conversación sobre el pescado en el coche del hijo de Hoffa/Pacino.
Hay momentos sopranizados. Ese es uno de ellos. Scorsese cita el cine el género o se repite hasta adoptar, sin querer, un inevitable tono sopraniano. Haciendo de sí mismo, inevitablemente ha alcanzado el tono de Los Soprano.
Parece una cita también la descripción del modus operandi para asesinar a alguien en un restaurante. “A veces es necesario ir antes al cuarto de de baño”. Nos explican aquella escena inmortal de El Padrino. Ya la conocemos, no la van a hacer de nuevo, así que es como un making of. De Niro aquí es un gánster sin ira, metódico, que hace las cosas por puro “metier”. No tiene miedo ni rabia. Esas emociones se desprecian, no se entra en ellas. Ya las conocemos.
En el impulso cómico y en esa tendencia a la autocita es fundamental De Niro. Es imposible que De Niro suene al antiguo De Niro. En su expresión ha quedado algo ya marcadamente cómico que cambia por completo la forma de aceptarlo. Nadie puede hacer de De Niro mejor que De Niro mientras exista De Niro (el viaje a Detroit, ese ida y vuelta, es pasmoso) pero digamos que ya incorpora un tono cómico y de parodia de sí mismo que está más cerca de la comedia que del drama, vemos demasiado en él al padre de la novia. En una escena conduce y mira por la ventana como miraba en Taxi Driver. Es él haciendo lo mismo. Es imposible no pensar en ello. La película es autorreferencial a la fuerza porque todo se ha hecho, se ha visto, se ha contado, todo es sabido. ¿Dónde está el placer entonces? Aun hay joyas como ese plano en el que por la ventana del avión De Niro ve a Pesci mirándole a su vez desde el coche.
Este De Niro no tiene la hibris ni los arranques iracundos. Ya no pone caras de loco. Ni siquiera la tiene Pesci, que está cumbre, cardenalicio, actuando con los ojos y el labio superior casi únicamente. No hay en esa película una violencia grande, existe, cómo no, pero está apagada, amortiguada. Hay asesinatos como hay leones en un circo, porque tiene que haberlos, pero solo uno es importante y su ejecución es muy decepcionante. Importa todo lo anterior. A Pesci, por ejemplo, le vemos una camisa ensangrentada, no ofrece ni un solo arranque de furia. Es reflexivo, ha perdido su bravura convertido en otra cosa.

No es la violencia entonces, sino el humor. Don Rickles se ríe en la cara del más sanguinario de los mafiosos. Simbólico predominio de uno sobre la otra. ¿No era Pesci el que amagaba con pasar del humor a la violencia en “Uno de los Nuestros”? “¿Soy gracioso? ¿Qué es gracioso en mí?”. Ese paso del humor a la ira, el demente Puente Pesci no se cruza. Los personajes ya lo cruzaron, están todos del otro lado. No hay palizas gratuitas (solo una al frutero, ese pequeño comerciante que recibe siempre con un cierto sentido de la justicia), no hay arrebatos de violencia ornamental.

No le dedica tiempo Scorsese a estilizar la violencia. De Niro, por ejemplo, mete los tiros como si diera un puyazo, no hay gloriosas sinfonías de tiroteos y los sesos estallando en las paredes pierden su fuerza dramática a fuerza de su uso y de haberse convertido en una profesión: pintar paredes. Se ha repetido tanto que ya es casi una metonimia.
Prima más el humor que deriva de esa experiencia y ahí es fundamental Al Pacino. Su interpretación de Hoffa recuerda al principio a la que hizo de Roy Cohn, el abogado de la mafia y mentor de Trump, pero a medida que la película avanza, su personaje se va dejando ganar por la soberbia y ofrece momentos hilarantes. Es él el que aboca al drama, él es quien llama al destino, pero lo hace llevado por una desmesura humorística, casi caprichosa. Reta al mundo y espera la muerte como Tony Montana pero con helados en lugar de coca. Es hilarante su diálogo con Pesci, intermediado por De Niro; sus bromas sobre los italianos (“son todos Tony”, “son todos primos”) o su manía con la puntualidad. Las escenas con Tony “Pro” (Stephen Graham) son divertidísimas.
En uno de los mejores momentos, Al Pacino/Hoffa come carne mirando retador a los mafiosos. Antes se lo hemos visto hacer a Bonny Cannavale, que habla con De Niro mientras atiende la masticación moviendo la boca como un órgano más que no debe ser interrumpido por el diálogo. Le presta los ojos a la conversación, pero no la boca, entregada a una masticación maquinal. La carne es sagrada. De Niro es suministrador de ternera. “Pinta paredes”, pero también “suministra la carne”. Esa masticación glotona, muy expresiva, se convierte en un cómico preludio simbólico de la tensión. No hay cocaína y no hay sexo, pero hay carne. ¿Por qué matan? ¿Para qué se meten en el negocio?
Está la carne y aparece el pescado. Ese pescado no visto, casi conceptual en el coche del hijo de Hoffa. “¿Quién compra pescado sin pedir un tipo concreto?” Extraño contrapunto que aporta el personaje no avisado. El no avisado introduce un elemento extraño que es ilógico para el mafioso, un elemento ajeno a la lógica mafiosa que, guste o no, existe. Los mafiosos son seres lógicos.
Y comen carne, les gusta comerla, lo hacen ostensiblemente y se miran mientras lo hacen. Nunca les hemos visto comer pescado. Pero de repente aparece un pescado ahí y es como si Scorsese abriese dentro de su universo una puerta a otro.

La película tiene sensualidades seniles. La carne masticada con fruición, los cereales en el desayuno que Pesci le sirve a De Niro, los helados de Hoffa o el pan mojado en vino que excita la italianidad de Joe Pesci, ceremonia de aceptación (como el anillo) del irlandés en la comunidad. Él aporta carne y él recibe esa especie de comunión de pan y vino.
Pero en ello hay senilidad. La pelicula está hecha por viejos, interpretada por viejos haciendo de viejos, incluso viejos disfrazados de jóvenes, y no al revés, que es lo normal. El rejuvenecimiento electrónico es casi menos cuestionable. La sensación es de superación de las pasiones, de reflexión distinta, de ausencia de ira, frenesí o locura. Scorsese mantiene la prodigiosa ligereza, pero es una ligereza apaisada, atenuada, impasible. Hay narración y experiencia (se mata así, se escoge arma así, si hay cuchillo se corre, si hay pistola se va hacia ella…) y hay un pico trascendente al final. ¿Cómo se verá la vida con casi ochenta años? Pues debe de ser así.
Se han quejado de que no salgan mujeres. ¡Pero es que no hay pasión! El asunto erótico se despacha en una escena brevísima en la que De Niro habla con la camarera que será su esposa. Dos miradas, una sonrisa, unos pasos de ella. Ahí acaba. Luego la mujer es un “ser fumante” y acompañante. Ellos lo pasan mejor mojando pan.
Pero no puede decirse tampoco que la mujer no sea importante. El personaje moral de la película, el único juez que realmente admite De Niro es su hija. Se la disputan, como la virtud, Pacino y Pesci en momentos fabulosos y ella sabe distinguir al sindicalista del mafioso auténtico. Por mucho que haga Pesci, no podrá ganársela.
La película está contada con un tono postnostálgico que la hace extraña. Es una película de vejez, oblicua, con otro eje y por eso, repitiendo mil veces el mismo tema gangsteril de Scorsese, ilumina aspectos distintos.
Si hay una nostalgia, no es anfetamínica y revitalizante como en Tarantino y tampoco es cansada o demasiado estilizada. Se percibe alguna vez, por ejemplo, con el efecto de los sindicatos, esas formas de protección popular (mafia y “unions”) anteriores al dominio solitario de las grandes empresas. Esos otros actores fuertes de la vida social parecen echarse un poco de menos.

La película recuerda mucho a “Uno de los Nuestros”, pero el instrumento es otro. No tiene nada del brillo de “Casino”. Los personajes no evolucionan. De Niro es fundamentalmente lo mismo, todos lo son. Cada uno es un arquetipo, pero no hay en ellos el trazo de un héroe. Es más bien el retrato de un orden, de un teatro con papeles siempre repartidos: el que manda, el que obedece y el que no lo asume. No hay nada personal. Muere el que no lo quiere comprender.

Sin un arco de euforia tan pronunciado, sin ese crescendo de las películas de Scorsese, todos los que aparecen son presentados con su fecha de defunción.
Son muertos, todos son muertos. Todos desaparecen y hasta parece que De Niro sobrevive al narrador, a sí mismo. La película pasa de la vejez a la senilidad. Joe Pesci acaba en viejo decrepito jugando infantilmente a la petanca. De Niro, inválido y solo, elige su ataúd. Despide al cura. Su soledad es absoluta. La película pasa del humor a una desnudez final desasosegante. Vemos estadios de vejez. No hay juventud ahí. Cuando De Niro asciende en la estructura en realidad no disfrutamos su ambición personal, no la sentimos. Es retrospectiva, reconstruida, pero sin la pujanza de otras películas. ¿Qué tiene a cambio? ¡Sabiduría! ¡Humor! Es como leer a un escritor muy anciano. Las facultades están mermadas, las potencias disminuidas, los grandes metales no suenan, pero hay maestría y un balance extraño, juguetón a veces entre las obsesiones gagás y el problema de la muerte.

Hay un momento en el que De Niro habla con una enfermera que no sabe quién es Hoffa. Está contado de una forma que refleja de manera real, verosímil, una sensación de tiempo. De tiempo engullido. De cómo el tiempo no es algo solo personal, sino un gran comedor de mundos, un devorador de mundos. Todo un tiempo ha desaparecido y no queda ni memoria.
La condición de superviviente metafísico del irlandés al final debe de ser (lo estudiarán los críticos) un hito en Scorsese. Scorsese retrata épocas enteras en el arco de una vida, pero aquí no hay un auge y caída, aquí se ve una devastación, cómo el tiempo lo engulle todo. El narrador abre un mundo, lo despliega y nos muestra cadenciosamente su final, y luego le vemos quedarse solo después de contarlo. Ese paso de postrimería ya lo da Scorsese, de más allá.

La mezcla de humor y vejez tiene algo de estudio senecto de las cosas que se hace glorioso en Pesci, cumbre de la película. Para los hombres más jóvenes, todos los demás, qué misteriosa es esa mirada. Un tono distinto, tenue, un poco gagá incluso, que acaba enfrentado con la muerte y el tiempo de otro modo. El tiempo no es ya la generación, ni una década, ni una América concreta. El Tiempo de esta película es distinto, y ahí sí que hay pequeñas reverberaciones de grandeza equiparables a El Padrino. No hay una decadencia familiar o personal (¡de ahí parte la película, se da por hecha!), el Tiempo es destructor de mundo, gran agujero pavoroso que se come todo, ciudades, multitudes, épocas enteras. ¿Cómo consigue Scorsese que comprendamos tan bien el tiempo como mundo ido?
La muerte tampoco es la misma muerte, sino una presencia y una expectativa a la que se deja la puerta entreabierta. Se le mira con otro pavor. Nadie va a entrar armado, no será ninguna mafioso rival. Será otra cosa. Scorsese ha metido su mundo gansteril como un burruño en el bolsillo del batín de un viejo en una residencia y, clausurado, lo ha enfrentado a otra cosa, ¡a otro Tataglia! ¡A eso negro que asoma tras la puerta! Esa puerta final si es de la altura de El Padrino.

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