La experiencia de la epidemia permite pensar en muchas aspectos políticos que en ella se manifiestan: el estado de excepción, la libertad, la seguridad y estos días surge incluso la palabra “revolución”.
El historiador francés Rene Baehrel escribió dos artículos muy originales sobre las epidemias. Sus investigaciones pretendían revelar cómo la experiencia de las epidemias en siglos anteriores manifestó como un odio de clase, y cómo, por otro lado, los sentimientos colectivos y las formas de gobierno durante las epidemias se relacionan con la posterior fase del Terror en la Revolución Francesa.
En 1793, y por dos años, el miedo a la contrarrevolución provocó una política de terror en París. El Comité de Salud Pública desarrolló una fuerte represión guillotinando sumariamente a los sospechosos de contrarrevolucionarios mientras aplicaba medidas censoras y de gran intervención económica y social.
La tesis de Baehrel en “Épidémie et terreur: Histoire et sociologie” es que los antecedentes de esas medidas revolucionarias estaban en los períodos de peste o cólera. En las medidas draconianas que se adoptaban en las ciudades y que estaban vinculadas a una forma de miedo muy concreto.
El miedo al virus es un miedo general, compartido, pero se matiza por las actitudes hacia el otro. El miedo se personaliza. Es un miedo que se dirige hacia el otro. Baehrel describe cómo los mejor situados, los ricos, observaron que eran los mendigos quienes sufrían esas epidemias en mayor medida y, de alguna forma, acabaron identificándolas con ellos. Esto provocaba una fuerte sospecha y, a la vez, rachas circunstanciales de caridad y cuidado. Cuidar al mendigo les protegería. A su vez, esta interesada y egoísta atención tuvo que generar en ellos una reacción de susceptibilidad y agravio.
Los pobres sospechaban también de los “ricos”. Creían que el virus era propagado por ellos. El complot era una idea extendida. Como los pobres sufrían sus efectos en mayor medida, creían que los poderosos buscaban acabar con ellos periódicamente. Se hablaba de misteriosos “sembradores” de virus.
Y así, si los ricos miraban con recelo al mendigo, los pobres detestaban al “cirujano”, una profesión bien pagada que ellos consideraban el “instrumento” para diseminar la peste, los “polvos”. Agentes plutocráticos del mal epidémico.
El miedo existía, pero se mezclaba con un recelo de clase. El germen de una lucha de clases. Ese miedo, además, establecía la mutua sospecha.
El miedo, por tanto, como una sustancia o un contraste que revela el trasfondo social, como unos rayos X enseñando algo estructural en la sociedad.
Esta psicología colectiva, valga la expresión, era propia (lo demuestra el autor en un gran trabajo documental) de las comunidades que sufrieron peste o cólera en la Francia del Antiguo Régimen e incluso después de la Revolución.
Y en ese ambiente de miedo y sospecha, una vez que la epidemia llegaba a la ciudad y ésta era bloqueada, cerrada, se tomaban unas medidas draconianas que el autor denomina “revolucionarias” porque se parecen mucho a las del Terror en 1793, y que también venían provocadas por el miedo y la sensación de peligro y amenaza. Los dirigentes concentraron los poderes, restringieron la libertad individual y económica y hasta instituyeron tribunales de excepción. Pero en esto había una inspiración también popular: la masa quería ser defendida y quería comer y las soluciones a sus ojos son simples: para el orden, la dictadura; para las necesidades, impuestos y las requisas; contra los sospechosos, prisión y si es necesario la muerte. El Miedo anima así el gobierno revolucionario y depara el Terror.
La tesis de Baehrel es que estos medios y formas de gobierno se encuentran ya en la ciudad infectada. Afirma que existieron antes en periodos epidémicos. Que lo “implementado” por Robespierre en el Terror se vio ya en tiempos de peste o cólera.
Una de las medidas coincidentes fue la dictadura burguesa. En las comunidades del Antiguo Régimen había un Consejo, y la peste acaba exigiendo de ellos que se designe un comité selecto, un Bureau de la Salud. Un comité de salud pública (similar en número, nombre y poder al órgano parisino de 1793) emanado del poder legal. Una dictadura legal ejercida por funcionarios electos. Ese orden era aún de los propietarios y la burguesía. Protegían la salud y también la propiedad y afrontaban una amenaza real de desorden y agitación popular. Temían la insurrección, por ello apelaban a una gran unidad o estremaban el cuidado de “los de abajo”. Hubo, afirma Baehrel, “jornadas revolucionarias” y para contener la presión popular, las autoridades del orden burgués pensaron en una fuerza armada.
El Intendente de la Provenza, por ejemplo, obligó en la peste de 1720 a crear una guardia burguesa en cada villa, vieja prevención cada vez que el hambre amenazaba. El reclutamiento de estas guardias, que requerían echar mano de una población poco inclinada a ellas, era difícil. Para pagarlas, y para atender a los enfermos y alimentarlos, era necesario dinero y se recurrió al préstamo, primero al préstamo voluntario, luego al “forzoso”.
Cuando no hubo dinero, los bienes fueron tomados sin más, o fue intervenida su venta. Se procedió a la requisa y a establecer impuestos. Muchas de esas medidas serían solicitadas después por los sans culottes. No eran innovaciones. Baehrel las encuentra documentadas en distintas villas durante los años 1652, 1630, etc.
Se llegaban a apoderar, por ejemplo, de los alimentos de una familia cuando excedían la estricta supervivencia. Perseguían el acaparamiento y establecían tasas ante las subidas de precios en productos y mercaderías. En Auriol, en 1720, se estableció lo que en el Terror llegaría por etapas: el maximum, la fijación de precios. Porque hubo también un Terror económico.
Pero las medidas más “terroristas” fueron sin duda el encarcelamiento preventivo y la ejecución sumaria. El enfermo y los que con él estuviesen eran encerrados en sus casas, bajo candado, y llegó a permitirse la ejecución, que en determinados casos fueran abatidos.
Se encuentra alguna orden en el s. XVII prohibiendo salir de un lugar infectado bajo pena de muerte.
Rachin, médico y tratadista de ese siglo, consideraba el miedo como un elemento necesario más. Para contener a los malos (no solo los infectados, también los amotinados, los que no cumplieran las normas) recomendaba una justicia de plano, sin objeciones. Consideraba el miedo como algo necesario para el gobierno de una población epidémica. Un miedo acrecentado. Una inquieta aprensión. Es decir, un estado fronterizo con el terror.
La hipótesis de Baehrel es que eso fue así en la peste de 1720 y que cuando el poder cambió de manos, y con el poder los sospechosos, el “pueblo”, concepto que se iba conformando, usará y demandará las mismas medidas de intimidación.
Los sans culottes harán lo que antes decía Ranchin. Los revolucionarios aplicarían las normas del (digamos) “epidemiólogo” de entonces.
En suma, la Francia del Terror de 1793 no hizo sino revivir lo que cada comunidad había conocido en tiempos de peste. El peligro de muerte, su inminencia, generaría parecido instinto de conservación, parecidas reacciones.
La ciudad infectada, pues, como antecedente de la ciudad “revolucionada”.
La epidemia, por su naturaleza y por las medidas que exige, se relaciona con el estado de excepción, o con “un barco que naufraga”, situaciones en las que el miedo aflora. Hay una política epidémica.
Estos días se mira con cierta aprensión, cuando no con abierta sospecha, algunas medidas del gobierno. Se duda si vienen exigidas por la pandemia o responden a un planteamiento ideológico propio (de tipo socialista). Ya vemos que uno y otro no están del todo alejados. La gestión francesa de la peste en siglos anteriores anticipó la fase revolucionaria. El clima psicológico de temor, recelo de clase y sospecha era similar; las medidas represivas-revolucionarias también.
No es descabellado confundir las dos cosas; es, como mínimo, comprensible. Baehrel documenta esa cierta familiaridad, ese perfume coincidente.
El Terror fue la experiencia histórica piloto de los regímenes totalitarios del siglo XX. En las medidas contra la epidemia estaban esbozadas (como un blues lleva al jazz) las medidas del terror revolucionario. Por eso quizás la retórica socialista “transformadora” (y de unos frente a otros) no casa bien con la política epidemiológica activa porque, ya lo vemos, estuvieron demasiado relacionadas, se parecen demasiado. Comparten ancestros. Vienen las dos de un mismo lejano tronco draconiano y pavoroso.
(El órgano de gobierno del Terror se llamó Comité de Salud/Salvación Pública).