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Blogs French 75 por Salvador Sostres

Pedro Vallín se ha enamorado y cómo Hitler ganó las elecciones

Salvador Sostres el

Pedro Vallín con Pablo Iglesias e Iván Redondo es la historia de amor más caudalosa de la política europea desde que Carlos de Inglaterra le dijera a su entonces amante Camila Parker: “me gustaría ser tu támpax”. El cronista de La Vanguardia, ajeno al rubor y al recato, con su semblante de fan friki del Señor de los Anillos, no ha tenido reparo en tender su apasionado amor al sol y ha escrito algunas de las páginas más entregadas que se recuerdan en la prensa libre. Desde la pedantería, como siempre hace la izquierda que ha leído más de lo que ha digerido, y desde el our own private joke, como siempre hacen los amantes, en lo que ellos creen que es su código, y es sólo su cursilería, el amor de Vallín es de los que salpica.

Me gusta la visceralidad, me molesta el disimulo y en la medida en que es imposible que no haya sentimientos, pienso que es mucho más honesto mostrarlos. Pero en este caso concreto, la sangre va directamente de la virilidad al párrafo, sin pasar por el cerebro. Una escritura afectada, unas referencias culturales de una gran pobreza y obviedad, y de fondo el fanatismo que incluye la mentira, no tanto por las ganas de mentir como por el ansia pasional de querer creer la versión que más favorece a tu amor aunque sea completamente un delirio. Vallín intentó justificar que Pablo Iglesias había decidido marcharse, cuando todo el mundo sabe que lo echaron sibilinamente, a patadas morales; y llegó a decir también que siendo candidato había salvado a su partido en la Comunidad, cuando el batacazo fue histórico y el ridículo colosal, por no hablar de las burdas mentiras de las cartas con balas, de los altercados organizados por los suyos en Vallecas, ni por supuesto de la posterior victoria de la presidenta en este barrio, ni de que en general Ayuso ganó con el voto de obreros, taxistas o camareros: ese pueblo, esa gente cuya representación se arrogaba con tanta suficiencia Iglesias hasta que la democracia, y la libertad, le desmintieron.

Igualmente, cuando conocimos ayer su expulsión del Gobierno, Vallín se apresuró a presentar a su otro gran amor, Iván Redondo, como un hombre sin defectos, y en su desesperado artículo de despedida, le otorgó el mérito de todos los éxitos y ninguna responsabilidad en los fracasos. En su descontrolada pulsión amatoria negó que Sánchez le hubiera echado y culpó a los que le van a sustituir de trogloditas de la vieja guardia, sin concederles no ya cien días sino simplemente cinco minutos de gracia.

El que tenía todas las filtraciones se ha quedado sin ratas en la cloaca. Veremos cómo sin el material propagandístico que tan abundantemente le subministraban, del fantasma quedará sólo la sábana; y veremos también cómo la falta de inteligencia, aunque parezca que pueda suplirse con buenismo o postureo, al final conduce siempre a la decadencia. Yo no critico a Vallín por haberse enamorado, porque aunque no es lo deseable, ni en el periodismo ni mucho menos en el ámbito amoroso, esto le puede pasar a cualquiera. No es censurable tener sentimientos, pero es muy vulgar ponerse a escribir sin haberlos procesado, sin haberlos comprendido, sin haberles extraído el humor y la metáfora, porque entonces no escribimos artículos sino panfletos, no hacemos el amor a los lectores sino que nos tocamos frente a su espejo. Este enamoramiento, y su exhibición impúdica, explica también, y de un modo muy directo, cómo las sociedades se pueden envilecer en muy poco tiempo, y cómo el mal puede abrirse camino como un incendio. Cuando en lugar de Vallín se enamora la turba enfurecida, alguien como Iglesias, que encarna la ideología más mortífera de la Historia, y un manipulador sin escrúpulos como Redondo, pueden pasar como ídolos de un nuevo tiempo cuando en realidad sólo son cínicos que están dispuestos a llevarse por delante cuanto sea necesario para saciar sus ansias se poder y sus demás delirios.

Muchas veces nos preguntamos cómo puede ser que Hitler ganara las elecciones o que tantos que sufrieron y sufren el horror del comunismo puedan insistir en defenderlo, diciendo cosas como que por lo menos la idea es buena, pero que por culpa del imperialismo americano no puede aplicarse decentemente. Basta con algunos enamoramientos como los de Vallín, basta con que algunos litros de sangre no pasen por el cerebro. El elogio fanático y ciego, y pretendidamente culto, de un tipo que como Iglesias defiende regímenes que constituyen todas las categorías de la tiranía y la miseria, es cómo Hitler ganó las elecciones. A veces la mecha prende, la mecha que encienden majaderos como Vallín, y entonces no hay nada qué hacer. Siempre desde el buenismo, siempre desde una falsa superioridad intelectual y política, pero causando estragos de consecuencias terribles cuando al flautista le siguen las ratas.

Esta vez, por lo menos de momento, no ha sido así. A Vallín se le han muerto los amantes y hemos podido contener la enfermedad. No ha habido metástasis. Pero Vallín y muchos como él continuarán existiendo con su frágil apariencia, como de inofensivo, y su prosa efectista, y su elevado riesgo de contagio. La mayor astucia del diablo, Baudelaire lo dice, es hacernos creer que no existe. Pero el Mal tiene formas muy sofisticadas y a nosotros nos suele caer demasiado bien -cuando normalmente son unos idiotas- la gente que hacen teoría política con la Guerra de las Galaxias.

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