Ayer, justo después de comer con Carlos, pasé por mi club antes de ir a buscar a la niña al colegio, nadé un poco y me pesé. Estaba gordo no, gordísimo. Lo nunca visto. Tres cifras, tres, y ninguna era un cero.
He tomado la firme determinación de no comer nada hasta el viernes 19, que me voy a París. Me da lo mismo si es equilibrado o no lo es, o si el rebote que luego produzca, si es que lo produce, es todavía peor. Necesito parar, necesito una tregua, mi organismo necesita que cielos suaves y estrellas caigan sobre su costa herida para calmarla.
De regreso a casa compré un purgante de los que se toman el día antes de hacerse una colonoscopia, para que durante mis días de ayuno no queden restos de comida en mi estómago. Los detalles de cómo fue la purga yo creo que es mejor ahorrárselos, pero sí que puedo prometerles que tuve la sensación de quedarme limpio por dentro.
Pero lo que importa es la penitencia, estos once días de ayuno, aprovechando que todavía no está en su punto la trufa negra. Once días de agua, zumos y te; y sobre todo de un autocontrol que me gustaría poder decir, cuando llegue el día 20, que todavía tengo.
No es una mala idea privarnos de vez en cuando de lo que más nos apetece, ni que sólo sea para muscular el alma y tener el orgullo de poder decir que nuestra voluntad es más fuerte que nuestra naturaleza.
A los restaurantes iré igual, porque una cosa es no comer, y la otra renunciar a La Civilización que cada día se corona a la hora del almuerzo en las buenas salas de cada ciudad.
Pero se me fue la mano, y la barriga, y ahora toca pagar. A los cuarenta años, cuarenta y uno en mi caso, no está mal tener la resignación ensayada, para que así la muerte, que ya no es una hipótesis tan descabellada, no nos pille sin saber cómo mirarla a la cara.
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