Estoy en la redacción y es un anodino domingo de enero por la tarde. Juega al fondo mi hija con los hijos de Daniel Tercero. De vez en cuando una carcajada, de vez en cuando un quejido. Dani y yo un poco hablamos y un poco escribimos. Todo transcurre, todo fluye entre familiar e invernal, hermosa vida plácida. Yo escribo un artículo sobre un intelectual francés al que le han descubierto un pasado y Dani se ocupa de lo que vierte en el día la agotada política catalana. Llama mi madre a la mitad de una frase y he estado almorzando con ella y pienso que querrá comentar sobre lo comentado; y no le contesto pensando en devolverle la llamada cuando termine el párrafo. Termino el párrafo y me olvido de llamarla. Entonces me llama mi hermana, y esto es una novedad, pero pienso que las llamaré a las dos cuando haya terminado el texto, justo antes de corregirlo, para dejarlo reposar. Son lentos los domingos, lentas las tardes de invierno. Todo es suave y agradable cuando estoy con Dani. Tengo que llamar a mi madre, y la llamo, y me dice que la ha llamado mi hermana para decirle que ha muerto mi padre y que si mañana la puede acompañar al remoto pueblo de Sort, pero que ella no se ve con fuerzas para conducir y que lo que va a hacer es contratar un taxi. Mi madre no se detiene al mencionar la muerte de mi padre, que parece lo anecdótico de una conversación centrada en explicarme lo débil que se siente tras haber pasado el Covid, y que conducir tres horas es un esfuerzo que ahora mismo no podría asumir, y que cree que no hay ningún problema en ir en taxi aunque lo peor de todo va a ser tener que hacer la maleta porque la asistenta la guardó en lo alto de un armario y ahora tendrá que subirse a la escalera para hacerse con ella. Y entre tanta eclosión de vida práctica, la noticia me la ha dado en lo que ha tardado en pronunciarla y llevamos diez minutos de conversación yendo y volviendo de la maleta a su cansancio, del taxi a las secuelas del Covid, y aunque estoy un poco aturdido y no sé exactamente qué pensar, ni a qué distancia, y me parece surrealista el tiempo que invertimos en hablar de una cosa y de la otra, prefiero la conversación sobre el taxi, y el tipo de coche que vamos a contratar, que enfrentarme al hecho de que ha muerto mi padre. En cierto modo me distrae, me anestesia y me evade la cantidad de palabras inútiles y absurdas que está diciendo mi madre; pero luego tengo la sensación de no estar viviendo el momento, de modo que permanezco callado, a medio camino entre la leve irritación y la morfina verbal de mami que tal vez tendría que agradecer. Me reconozco cuando me doy cuenta de que el sentimiento que busco no es el arrepentimiento o la tristeza sino la posición a la que tengo que situarme en relación al traspaso. Bien. No sé aún qué pensar pero yo soy éste.
Hacía más de 30 años que no hablaba con mi padre. Sus vecinos y amigos se preocuparon por él porque llevaba dos días sin contestar las llamadas. Los Mossos entraron en el piso y lo encontraron muerto en el suelo. No sabremos de qué porque no van a hacerle la autopsia. Pienso en morir en el suelo, solo y en Sort. Pienso en todos los años que mi padre llevaba viviendo en Sort, sin hacer nada. Al principio cuidaba de su madre, hasta que falleció. Luego allí solo, sin sus hijos. De vez en cuando mi hermana subía a verle. Pienso en él porque pienso en mí, y temo que todo lo que he hecho para diferenciarme no me sirva al fin para evitar su destino. Pienso en si yo moriré también así, solo, con todos mis trucos al descubierto, aborrecidos, sin que nadie se apiade de ellos. Tal vez ésta sea mi posición, y mi distancia respecto de su vida; pero no sé aún qué pensar sobre su muerte, ni qué sentir. No se lo he contado a nadie porque me abrumarían las condolencias sin conocer exactamente el alcance de mi duelo. No sé cómo me afecta que mi padre haya muerto. No sé dónde buscar el sentimiento. No sé si lo tengo, aunque sea enterrado desde hace tanto tiempo.
Yo decidí no hablar más con él cuando se separaron. Podría explicar que fue una guerra, y que tomé partido, pero fue bastante menos. Podría explicar que me dolieron algunas de las cosas que le hizo a mi madre y es cierto que es la excusa que al principio di para justificar mi silencio. Pero la verdad -por si tiene aún algún valor en mi vida- es que simplemente dejé de hablarle. Simplemente no quise hablar más con él. Fue un rebote interior. Lo llevé a cabo pero sin explorarlo. Nunca tuve necesidad de hacerlo. Usé un poco lo de mi madre cuando al principio me preguntaban por qué tan drástico, pero con el tiempo dejé de decirlo, y no me importaba no dar explicaciones, ni no acabar de entender lo que me pasaba, y nunca dudé de la decisión tomada ni traté de repararla. Hoy pienso en su muerte y tampoco dudo del silencio, ni de la frialdad. De lo único que dudo es de si no tendría que dudar. No me siento mal pero me pregunto si no tendría que sentirme mal. La posición, la distancia. Lo que más me interesa, me fascina y me cuesta no son las personas, los sentimientos o las cosas, sino saber cómo tengo que relacionarme con ellos. Ni supe cómo relacionarme con mi padre ni sé cómo relacionarme con su deceso. Me toco el cuerpo como después de un accidente, para saber si algo me duele. Me levanto del suelo, no noto ningún dolor, creo que estoy bien, pero luego recuerdo que ha muerto mi padre y me pregunto si esto es todo lo que tengo que escribir y sentir.
He vivido siempre decidiendo lo que iba a ocurrir a continuación. Por lo menos en mi vida y en lo que haría yo. La naturaleza a veces se me rebela y hace tiempo que me preguntaba si la muerte de mi padre sería una de estas veces. Me lo imagino muerto en el suelo y pienso de qué podríamos haber hablado y no se me ocurre nada. Me imagino muerto en el suelo, encaramado en la cima de mí mismo, habiéndome quedado solo por ser tan tozudo, y no me cuesta imaginarme, y no se me ocurre nada que pueda hacer para protegerme eficazmente contra este final. En verdad no creo que me pase, pero no porque sea mejor que mi padre, ni menos cabezota, ni siquiera menos cretino, sino porque difícilmente haya alguien tan frío y tan fuerte como yo. Mi hija tal vez. Pero no creo. Es una mujer y yo soy el padre y el instinto puede más que el poder. Bueno, en ella todo puede ser. La estoy educando muy bien.
He vivido decidiendo cómo las cosas tenían que ser y cómo tenía que inclinarme ante ellas. He vivido en la frialdad de apartar el resto: a veces con dolor, a veces con indiferencia y una brutalidad que hasta a mí me parece escandalosa, y casi siempre infantil, creyendo que los demás son juguetes que aguardarán en el estante a que vuelva a jugar con ellos. A veces ocurre, justo las veces que entonces ya sí que no quiero volverlos a ver nunca más, enloquecido de desprecio. Nunca desprecié a mi padre. Nunca fui indiferente a la distancia ni a lo que mi hermana me iba contando que le pasaba. Hace un año le mandé un mensaje preguntándole si quería conocer a su nieta pero estaba demasiado enfadado conmigo por no haberme despedido de mi abuela pese a las muchas veces que me lo suplicó, también por mensaje. Creo que tenía pensado tal vez un día conocerla, o que por lo menos consideraba la idea, pero uno nunca sabe cuándo va a acabar tendido en el suelo. Pienso en Maria, pienso en mi padre y en las condiciones en que voy a ser abuelo. No sé si ya a mi edad, él podía imaginarse cómo iba a acabar siendo su vida; y si pudo imaginarlo, no sé si le pareció lo adecuado o de algún modo luchó por cambiar su destino y no supo hacerlo mejor. Sé que algo de él se rompió en mí, algo que no pude volver a armar. Sé que se hizo el silencio. Sé que temí siempre este momento. Y sé que el silencio puede continuar.
Otros temas