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Blogs French 75 por Salvador Sostres

Cómo huir de la pantera

Salvador Sostres el

Me gustaba encontrarme con mis profesoras en la calle, verlas salir de sus colmados, paseando por su barrio, con sus ocupaciones cotidianas francamente alejadas de las de mi familia. Se desvanecía el poder del aula. Eran sólo un peatón y no uno de los más brillantes. Me divertía ver cómo se transfería el poder, pero no para humillarlas, ni para sentirme más importante. Sólo para comprender el mecanismo tan frágil. Cómo se tensaba la cuerda y se volvía a destensar. Nada el patito de goma en el agua hasta que deja de nadar. Cómo mi miedo de suspender se transformaba en la batalla perdida de su vida y sólo hacía falta andar unos pasos. La figura imponente escribiendo en la pizarra, dictando la lección, echando a un compañero de clase. El temor de la autoridad, que era el temor de Dios. Y luego su porte desdibujado en la calle, con las bolsas de la compra más triste en la mano. Las mercerías con bragas en el escaparate, los remendos, las calles sombrías a las sólo bajábamos para ir al podólogo. “Aquí un día violaron a una chica, porque es oscuro y no pasa nadie”, me decía mi abuela, deteniendo de repente el paseo y cogiéndome fuerte el brazo, para subrayar la gravedad de lo que me estaba explicando. Y pese a la escenificación, y a su tono sobrecogedor, ella sabía que yo sabía que se lo estaba inventando. Pero le funcionaba igualmente la metáfora, y me transmitía con eficacia el terror de la inevitable tragedia que me esperaba si no era capaz de hacer algo. Me insistió sólo en esto, a lo largo de su vida. A veces pienso que tuvimos una sola conversación, aunque con muchas humillaciones. El terrible relato que hacía de cómo eran sus casas, las de las maestras, la comida congelada que daban a sus hijos y a lo que aspiraban. “Aquestes, Semon, no l’han trepitjat mai, ni el trepitjaran”. Y a la vez no era nunca un relato clasista, con ánimo de ofender al humilde. Todo lo contrario. Mi abuela no había llegado a ser pobre de necesidad, pero pasó un racionamiento. Su negocio lo empezó de cero y los primeros años dormían con mi abuelo y mi madre en la cocina de Semon, por no poder pagar el alquiler de la tienda y además el de una vivienda. Mi abuela, de hecho, sólo sentía fascinación por los humildes, pero por los humildes que lo intentaban en serio y que ganaban. Ella sólo leía biografías de pobres que se habían vuelto en ricos. Era lo único que le interesaba. Pepe Muñoz, dueño de la librería Pléyade, le mandaba a la tienda todas las que salían a la venta. Si mi abuela era cruel, no era para ofender sino para que yo entendiera la vida tensada en arco. Y me divertía mucho encontrándome con mis maestras por la calle, porque aunque las quisiera mucho -y las quería-, mi vida dejaba de ser entonces tan directa, y dejaba de estar tan relacionada con los sentimientos inmediatos, para convertirse en un fábula, y por fin, más que vivir, lo que importaba era entender lo que pasaba por debajo. Escribir algo cuando llegaba a casa. Ver a las profesoras al día siguiente, de vuelta a la pizarra, explicando lengua o matemáticas; y pensar en sus pongos, en su ensalada de palitos de cangrejo y en que probablemente estaban considerando tener un gato. Y me preguntaba si mi vida no acabaría siendo como las suyas. Y volvía a escribir, a revisar lo que había escrito, y me quedaba en la hora del recreo en un rincón fabulando cómo tendría que hacer las cosas para no salir cualquier miércoles por la tarde de un anónimo colmado. Había empezado a escribir algunos años antes, a los 9, pero a escribir en serio, con la angustia, con la ansiedad, sin guardarme nada, yendo al frente por la línea, empecé gracias a mis maestras se sexto y séptimo, y no por lo que ellas enseñaron, sino por lo que mi abuela me mostró tras sus miradas callejeras, desamparadas, en las bolsas como una claudicación de su compra diaria, y ese tacto a mentira piadosa de sus chaquetas, “i ara toca la meva i compara”. Yo aprendí a escribir como aprenden a correr los niños en la selva. No en los velódromos sino para huir de las panteras. Nunca lo supieron mis maestras, nunca habría querido ofenderlas, pero lo esencial de mi vida, el rebote, el vacío y el ímpetu, lo aprendí jurándome que nunca viviría en sus vecindarios que ya desde la calle notaba que olían a ajo. En su sistemática derrota de pastelería con la oferta del día que han escrito en los cristales, entendió el niño que tenía que ganar.

Hoy sólo te he vuelto a ver, con mi vida ya salvada. No me has parecido tan triste, aunque supongo que es porque he ganado. Ya más tranquilo he recordado también lo mucho que me enseñaste, y que me ha servido siempre y sin tenerlo que revisar. Como tú lo dijiste, ya era universal. Podría decir que esto fue al fin lo sustancial, lo importante, pero no hay temor, ni hondura, ni enseñanza que pueda compararse a la lección fundamental de las clases sociales. Lo que mejor nos explica, y eso es lo que buscaba en sus biografías mi abuela, es cómo escapamos de la pantera;y la angustia de que todo es selva hasta que sabemos vencerla.

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