A veces necesitamos que simplemente nos aprecien. No es nada especial, ni grandilocuente. No es psicología barata, ni tiene que ver con ser débil o con los desmoralizantes “derechos”. Ni siquiera es que lo merezcamos, sólo que de vez en cuando, tampoco cada día, lo necesitamos.
Apreciar tiene que ver con querer pero sobre todo con valorar, con sentirse parte de la parte útil, interesante, aún homologado. Muy particularmente los que de algún modo estamos al cargo de sostener el mundo con nuestras manos, y nuestra fortaleza se da por descontada, y ya casi nadie nos pregunta cómo estamos, y cuando alguien lo hace nos sentimos ridículos si se nos ocurre contestar más allá del puro formalismo.
Si mi relación con mi hija funciona tan bien no es porque sea su padre. En cualquier caso, incluso en el peor, continuaría siendo su padre, y eso, de una manera o de otra, siempre sería importante. Si la relación funciona es porque nos gustamos y nos lo decimos. Porque me gusta lo que mi hija piensa y hace y dice, y se lo digo, y nos reímos, celebrándola, cuando le sale una de sus frases geniales; y porque a ella le gusta lo que le explico, lo que le muestro, la vida cuando ella no sabe qué va a pasar y yo lo tengo todo preparado.
Si a ella no le gustara tanto, yo no lo haría tan bien. Si yo no soliera reconocerle los méritos, no tendría tantos. A veces necesitamos aprecio para continuar, pero siempre lo necesitamos para crecer, para creer en nuestras posibilidades y explorarlas. En la indiferencia y el desprecio nada es fértil. Si sólo señalamos el error, el acierto nunca llega. Y esto lo digo por todo y no lo digo por nada, pero yo que almuerzo cada día en el restaurante, necesito mucho más sentirme querido que comer bien. Desde que cerró El Bulli ya todo es una cuestión de trato.
De la última mujer que realmente me amó recuerdo lo bien que me hizo sentir. De hecho, de ella tengo recuerdos mucho más vagos, pero no he olvidado ninguno de aquellos momentos. Supongo que al final es inevitable que todo sea trágico, pero con la edad me he dado cuenta de que es un error dar por descontada la resistencia del otro a la escasa demostración de afecto, al maltrato. Lo he visto en los demás, pero en los demás hace mucho tiempo que lo tenía comprobado. La sorpresa ha sido descubrirlo en mí, acostumbrado a endurecer la piel para notar menos los golpes, a no quejarme nunca, y a continuar concentrado en lo que de verdad me importaba. Ahora continúo haciendo más o menos lo mismo pero el sentimiento ha cambiado. La pequeña y modesta tranquilidad de marcharme de donde casi te perdonan la vida por tenerte me parece mucho más estimulante que saber dónde iré a parar.
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