Cervantes nos presentaba a Don Quijote como un hombre de “complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro” y Javier Repullés no puede parecerse más a esta descripción. Sin embargo, su larga y frondosa barba blanca más bien recuerda al semblante del apóstol Andrés en la última cena de Da Vinci. Como Quijote, es un hombre de opiniones firmes y valiente, más un visionario que un loco. Y como Andrés apóstol, es incansable, esperanzado y siempre dispuesto a servir a los demás.
A eso lleva dedicado ya setenta años, a caminar al lado de los pobres. Ingresó en la compañía de Jesús con sólo 17 años. Madrileño, nació en el seno de una familia de valores cristianos y un marcado compromiso social. De ahí le viene su vocación por estar con los más vulnerables. “Mi padre iba a visitar a los presos en tiempo de la guerra. Le dejaban pasar porque era del cuerpo diplomático. Decía que llevaba medicina para los presos, pero además les llevaba la comunión. Eso me marcó mucho”.
Desde el primer momento quiso estar al lado de los más pobres, de los que no tenían nada.
Mientras estudió Teología en Granada recuerda, por ejemplo, su participación en el apoyo a familias gitanas que fueron desalojadas del Albaicín. “Íbamos con frecuencia a acompañar a las familias gitanas y por eso, el propio alcalde nos pidió ayuda y acompañamiento en ese momento tan difícil”.
Él mismo solicitó como primer destino el Pozo del Tío Raimundo. “Lo primero que hicimos al llegar fue construir una pequeña iglesia, de 60 metros cuadrados, 20 para casa parroquial – el lugar donde dormíamos los dos jesuitas – y los 40 restantes para la iglesia”. Este asentamiento de unas dos mil chabolas se convirtió en un barrio que luchó por cada uno de sus derechos, convirtiéndose en un referente de reivindicación vecinal.
De su etapa del Pozo recuerda momentos de tensión e incluso haber pasado miedo alguna vez. Pero recuerda aún más la capacidad de convertir cualquier ocasión en una fiesta. “Nuestra casa se llenaba de personas que repartían lo que tenían: alegría, fuerza, ganas de luchar y de vivir con intensidad”.
Javier reconoce que a veces ha sentido dolor. “Tener el cariño que yo les tenía a esas familias y ver a veces que no podía hacer nada por ellos… Esa impotencia, ese verles sufrir y no lograr remontar ha sido siempre doloroso”. Dice con rotundidad que su mayor deseo es que no hubiera pobres. “No puedo vivir bien y que los pobres vivan peor que yo. Necesito desprenderme de todo. En mi corazón, estoy siempre con los que sufren”.
Y llegó otra etapa fundamental en su vida. “Hice la huelga de hambre con los del 0,7 y ahí fue mi enfrentamiento con el gobierno”. De nuevo se posicionó al frente de un movimiento pacífico ciudadano que aspiraba a llevar a cabo cambios en favor de las personas más vulnerables. “Si bien no se logró del todo lo que pedíamos, fue el inicio de muchas cosas positivas, como la unión de muchas organizaciones muy distintas en sus ideologías, pero con un mismo fin”.
Su nombre, de origen vasco, viene de “etxe-berri” y significa “casa nueva”. En el 2011 fundó esa casa, la Fundación Pan y Peces. Son cientos de familias las que han apoyado ya con la entrega de alimentos básicos y productos de limpieza e higiene personal. El carrito mensual está diseñado según el número de componentes de cada una, sus edades y su estado de salud.
“Lo más importante para nosotros es preservar su dignidad y su intimidad. Por eso, no permitimos que se formen colas. Los beneficiarios acuden con cita previa y toda la atención se desarrolla dentro del local, facilitando que el contacto sea más directo y personalizado. También, es fundamental la puntualidad”. Al llegar sus carros no están vacíos, en ellos pesan sus preocupaciones y sus problemas. “Por eso, los voluntarios que realizan la atención a las familias son los mejores, los más preparados, los más generosos y profesionales”.
Javier quisiera poder hablar más con ellos, estar más presente pero su salud no se lo permite. Sus valores impregnan la forma de enfocar el trabajo. Al final, “son las personas las que hacen que la vida merezca la pena. Caminar acompañado es lo que realmente es enriquecedor”. Defiende el humor y el amor como valores esenciales. “El que es rico en humor y en amor no necesita mucho más. Eso sí, sus necesidades básicas tenemos la obligación de cubrirlas”.
Lo que ha visto justo no le ha dado miedo defenderlo. “Y ya está. Y no hay más”. Decía Pedro Casadáliga: “Al final del camino me dirán: ¿Has vivido, has amado? Y yo, sin decir nada, abriré el corazón lleno de nombres”. Javier Repullés ha llenado su corazón de miles de nombres, el de todas las personas con las que a lo largo de su larga vida ha adquirido un compromiso.
Rocío Gayarre
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