Nació en una familia grande y muy unida y sus primeros recuerdos son entrañables. Soñaba con ser actor, se imaginaba recogiendo un premio y dedicándoselo a su abuelo y sus padres, los pilares de su vida. “Éramos seis hermanos, mi padre tenía una frutería. Mi infancia fue tranquila y transcurrió en un entorno muy seguro”. De su padre ha heredado la esperanza y de su madre la generosidad y sentido de familia.
En el 2011 estalló la guerra civil siria. “Aunque mi pueblo no estaba cerca del frente, empezaron las carencias, faltaba agua, luz y medicamentos, todo se volvió muy complicado. Mis sueños parecían alejarse. No todos los sueños se cumplen, evidentemente, pero son un faro al que apuntar. La guerra nos cambió la vida completamente”.
Eran momentos muy convulsos y los niños no vivían ajenos al conflicto, empezaban las primeras manifestaciones. “Mis amigos y yo decidimos unirnos para pedir libertad. Ante la sorpresa de todos, vi cómo una bala alcanzó a mi amigo, quien cayó desplomado al suelo”. Aunque le llevaron al hospital en Turquía, al otro lado de la frontera, no logro sobrevivir. Abdul tenía solo once años. “De golpe, dejé de ser un niño”. La muerte, como un ladrón en la noche, le había arrebatado su infancia, su inocencia y su paz interior. “Todo cambió para siempre”.
Los colegios cerraron, pero Abdul y otros jóvenes estudiaban por libre, en sus casas, sin profesores, únicamente con los libros. Cuando tenía 14 años, se dio la oportunidad de, junto a otros trescientos jóvenes y a cargo de varios profesores, ir a Alepo para presentarse a los exámenes de final de ciclo. “En el camino había controles del ISIS, era inquietante, pero fuimos pasando uno a uno y sin problema”.
En Alepo pasaron algo más de dos semanas y concluidos los días dedicados al examen. comenzaron el periplo de regreso. El camino atravesaba territorio tomado por el ISIS. “Al llegar al último control, desde el cual ya veíamos en el horizonte las banderas de nuestra ciudad, nos bajaron del autobús. Nos separaron a los chicos de las chicas a las que obligaron a ponerse burkas. En cada autobús había un profesor. En el nuestro estaba el de inglés”. Los soldados iban a cachear a su hermana pequeña y él quiso impedirlo. “En ese instante, la reacción fue brutal, estábamos todos mirando atónitos cuando el soldado del ISIS sacó su cuchillo y le degolló. Pensé que era el final, que nos iban a hacer lo mismo a todos. La brutalidad y la crueldad de la que habíamos sido testigos no tenía igual. A los 148 chicos nos llevaron a un colegio, convertido en una cárcel, donde nos tuvieron secuestrados más de cuatro meses”. A las chicas les dejaron volver a Alepo.
“Pasábamos el día soportando charlas y sesiones de vídeos, que mostraban asesinatos y recogían sus consignas y creencias, con promesas de una vida de lujo y comodidades si nos uníamos a su macabra causa. A niños de 14 y 15 años se les puede lavar el cerebro fácilmente en esas condiciones de aislamiento y presión”. Vivían un infierno.
“De los golpes te acababas curando, pero lo que se hacía insoportable era escuchar cómo torturaban a tus amigos, oírlos suplicando ayuda y la impotencia de no poder hacer nada. Eso te rompe por dentro, más aún que los golpes recibidos en tu propio cuerpo”. Vivían con la incertidumbre, cada día, de si iban a salir de allí con vida o muertos. Habían visto a sus captores decapitar, todo era posible. “Para nosotros resistir era vital, era lo único que tenía sentido y lo que nos mantenía unidos y vivos”.
Junto a unos pocos, pensaron un plan de huida. Lograron dejar una puerta abierta durante una charla con la excusa de ir al baño. “En la madrugada huimos por esa puerta, teníamos algo de dinero escondido en el pantalón y con eso podríamos sobrevivir en un primer momento”.
Durante su secuestro, sus padres y sus hermanos habían huido a Turquía, tras la destrucción violenta de Kobani, donde vivían en un campo de refugiados. “Llamé desde un locutorio a mi tío, a mi hermano y a mi madre, quién por fin cogió mi llamada. Al principio no me creía. Yo le gritaba, “¡soy Abdul, tu hijo, ¿te olvidaste de mí?” y es que habían perdido la esperanza que volviera con vida”. Lograron coordinar que un amigo de la familia le fuera a recoger y le llevase a la frontera y ahí reunirse con su familia. “Al principio vivía con el pavor de que el ISIS fuera a por mí, no quería salir de casa ni ver a nadie, tenía pesadillas y vivía angustiado pensando en qué suerte habrían corrido los que se quedaron allí. Por todo ello, decidí salir al camino largo de Europa, junto con mi cuñado, mi hermana y su bebé”.
La travesía fue larga y costosa, poniéndose, sin opción, en manos de las mafias para lograr atravesar miles de kilómetros sin documentación, sin visados, sin permisos ni garantías. El primer trayecto desde la costa turca hasta la isla griega de Kos fue a en una patera. “Era de 15 pasajeros y viajamos 42. Zarpamos de madrugada y el trayecto fue peligroso. El piloto no era profesional, pero una vez que te subías, ya no había vuelta atrás”.
De ahí continuaron en un barco grande y luego en autobús hasta la frontera de Macedonia, donde les recibieron con vallas y perros. Para coger el tren hasta Serbia tuvo que trepar por encima de la multitud y colarse por una ventana, con el tren casi en marcha. Otras etapas largas fueron a pie. Mientras, seguían los pagos. “La frase que más oíamos a lo largo del camino era que no podíamos seguir, pero siempre lográbamos pasar los controles y las fronteras. Cada uno teníamos un destino en mente, mi objetivo era España porque mi hermano estaba ya aquí. Nuestro único equipaje era una pequeña mochila en que le llevábamos toda nuestra vida”.
En el 2016 llegó por fin a España, con 16 años. Aquí volvió a estudiar. “Sin embargo, aunque por fin estaba a salvo, tenía ese compromiso de no olvidarme de mi familia, no podía dejar de luchar, tenía que seguir dándolo todo, por ellos, sentía que se lo debía a los que ya no estaban”. Sus padres y hermanos aún estaban en Turquía y fue toda una odisea solicitar y lograr la reagrupación familiar.
Presenciar, con solo once años la muerte violenta de su amigo, también se llevó al niño que era. Su testimonio es de valor y de esperanza, de dignidad y de coraje. “Deseo que a nadie le pase lo que me pasó a mí. Ningún niño merece que le roben la sonrisa”.
Rocío Gayarre
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