Todos hemos oido hablar de la célebre Biblioteca de Alejandría. Creada pocos años después de la fundación de la ciudad por Alejandro Magno en 331 a.C., tenía como finalidad compilar todas las obras del ingenio humano, de todas las épocas y todos los países, que debían ser «incluidas» en una suerte de colección inmortal para la posteridad. Una vez en funcionamiento, la biblioteca adquirió una personalidad propia muy distinta del narcisismo de Alejandro que de pequeño dormía con un ejemplar de la Ilíada bajo la almohada; no se puede negar que la biblioteca fue concebida como un proyecto de vanidad.
Tal como anunció el joven emperador: «La Tierra la considero mía», también creía que todo el conocimiento podría ser suyo, si tan sólo pudiera reunir todos los libros existentes en un solo lugar. No vivió lo suficiente para empezar, pero en el siglo III a.C. los reyes ptolemaicos de Egipto, predecesores de Cleopatra, se dedicaron a localizar, comprar y, cuando todo lo demás fallaba, robar todos los libros que se habían escrito. Esquilo, Sófocles y Eurípides encabezaban la lista de la compra. En lugar de una profunda congelación del saber antiguo se convirtió en establecimiento de compartir y consulta del conocimiento.
A mediados del siglo III a.C., bajo la dirección del poeta Calímaco de Cirene, se cree que la biblioteca poseía cerca de 490.000 libros, una cifra que dos siglos después había aumentado hasta los 700.000, dando una idea de la gran pérdida para el conocimiento que supuso la destrucción de la biblioteca alejandrina. Sin duda, su desaparición constituyó uno de los más simbólicos desastres culturales de la historia, comparable con la quema de libros que siguió a la toma de Constantinopla por los cruzados en 1204 o la que tuvo lugar en 1933 en la Bebelplatz de Berlín a instancias de Goebbels; eso por no hablar del incendio de la biblioteca de Bagdad, en 2003, ante la pasividad de las tropas estadounidenses.
Pero aún así, el libro sigue creando y conservando conocimientos, historias, fábulas, desde la creación del pápiro y el pergamino, pasando por las tablillas sumerias hasta llegar a las tabletas electrónicas de hoy, ha habido grandes lectores iluminados que han concedido a la literatura, a través de sus interpretaciones y relecturas, una suerte de máxima inmortalidad. Entre ellas la zaragozana Irene Vallejo (1979), que con el gran éxito que sigue cosechando su magnífico ensayo El infinito en un junco, éste va tomando formas nuevas y perspectivas frescas como su adaptación al cómic (Debate) por el ilustrador catalán Tyto Alba (Badalona, 1975), autor de obras que a lo largo de más de veinte años de carrera demuestran su versatilidad: ha firmado cómics en solitario (Dos espíritus, La casa azul, La vida, Fellini en Roma, Whitman, Balthus y el conde de la Rola), trabajado con guion de otros autores (El hijo, Tante Wussi) y colaborado con escritores para adaptar sus novelas (Sudd, Sólo para gigantes).
Con esta adaptación gráfica el lector puede seguir disfrutando de parte de las palabras de Vallejo acompañadas por las elocuentes y bien escogidas citas y referencias a las grandes obras de la historia de la literatura, junto a la visión sutil, amable y brillante de Alba, convirtiéndola en una lectura visual y silenciosa. Un silencio que en época de Alejandro no existía, ya que toda la lectura se hacía en voz alta y no en la cabeza, símbolo de que solo unos eran los elegidos para tal dicha, hasta que se llegó al siglo IV, gracias a Ambrosio, obispo de Milán que empezó a cambiar todo ya que leía en silencio como si se hubiera escapado a un mundo propio donde nadie más podía seguirle.
Un proyecto de gran envergadura, por lo que resulta acertado que Vallejo no sólo parta de la igualmente ambiciosa gran biblioteca de Alejandría, sino que regrese a ella en repetidas ocasiones. Una adaptación gráfica generosa de la extensa obra, en la que se propone ofrecer una panorámica de cómo los libros configuraron no sólo el mundo antiguo, sino también el nuestro. Aunque presta la debida atención al aspecto físico del libro, se interesa igualmente por lo que ocurre dentro de sus tapas. Y también, lo que es más importante, lo que ocurre en el interior de un lector cuando toma un volumen y se embarca en una danza imaginativa e intelectual que podría cambiarle la vida. Además de una historia del libro, la obra es también una historia de la lectura.
Una obra mágica que una vez leída nos hace valorar mucho más cuando abrimos un libro y empezamos a sumergirnos en su lectura. Un ensayo que explora el misterioso surgir de la escritura y la sed de libros. Una indagación sobre el origen de ese invento fascinante que ha protegido a las palabras en su travesía por el espacio y el tiempo. Una ruta con escalas en los cañaverales de papiro junto al Nilo, en las primeras librerías, en las más antiguas escuelas, en los palacios de Cleopatra, en los talleres de copia manuscrita, en las hogueras donde ardieron remotos libros prohibidos, en los pórticos donde anónimos lectores descubrieron la pasión de leer, en la grupa de inquietantes jinetes a la caza de manuscritos, en la Villa de los Papiros horas antes de la erupción del Vesubio y en el escenario del crimen de Hipatia. Un itinerario por los caminos tortuosos y extraños que conducen a un relato íntimo entreverado con evocaciones literarias, vivencias personales y antiguas historias siempre vigentes: Heródoto, Aristófanes, Tito Livio, Sulpicia.
En definitiva, una gran adaptación gráfica, por su gusto en la escritura, en los trazos de la ilustraciones, y cómo trasmiten ese viaje guiado al lector, aventurándolo más allá del propio libro, brindando el placer de selección que aporta un placer mayor y mucho más concreto, el vicio de leer y seguir leyendo esta obra en sus diversas formas.
Cómic