«Observo, observo, observo. Comprendo a través de los ojos». Así se definía Henri Cartier-Bresson como una persona que buscaba siempre lo visual, siendo la imagen como el lenguaje más utilizado a lo largo de su vida. Las imágenes a lo largo de la historia de la humanidad han sido -y lo siguen siendo- un medio de expresión, de comunicación, de religiosidad; siendo así un medio que permite a través de las imágenes, y lo que llegan a significar, dar testimonio de algo o alguien.
Toda imagen es el relato de una mirada sobre algo. La imagen es muy antigua, incluso más que el lenguaje. Es ese testimonio que funciona desde la antigüedad y presenta una perspectiva de la realidad. La historia de las imágenes supera los límites habituales entre las culturas mayor y menor, las imágenes en movimiento y las fijas, incluso las buenas y las malas.
Cabría preguntarse entonces: ¿Qué muestran las imágenes?, son ¿realidad o ficción?, ¿verdad o mentira? Todas ellas están hechas desde un punto de vista particular y son ellas las que nos hacen ver las cosas de uno modo determinado, por lo que, las necesitamos, son necesarias en nuestra vida y en nuestra imaginación y llevan no menos de 30.000 años ayudándonos a ver, a conocer y a sentir.
«Lo que vemos es tan importante para nuestra comprensión de la civilización como lo que leemos u oímos», afirma la escritora, divulgadora y académica inglesa especializada en estudios clásicos, Mary Beard (1955) en su libro La civilización en la mirada (Crítica). Desde la perspectiva de la académica reputada, hace un homenaje al deslumbrante despliegue de la creatividad humana a lo largo de miles de años y miles de kilómetros, desde la antigua Grecia hasta China, desde las cabezas humanas esculpidas en el México prehistórico hasta una mezquita del siglo XXI en las afueras de Estambul.
La que fuera galardonada en 2016 con el Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, nos ofrece su visión pragmática y didáctica de cómo funciona el arte y cómo debe explicarse, así como su influencia en la sociedad y en la religión y viceversa, e insiste más en las generaciones de seres humanos que han usado, interpretado y debatido acerca de estas imágenes y que las han dotado de un determinado significado. El principal motivo por el que las imágenes sobreviven es porque gustan a alguien. Hay imágenes realmente memorables, pero no sabemos qué las convierte en tales.
Beard estructura el libro en dos partes muy interesantes: la primera hace hincapié en el arte del cuerpo y se centra en algunas de las primeras representaciones de hombres y mujeres por todo el mundo, a la vez que se pregunta para qué servían y cómo se contemplaban; la segunda parte hace referencia a las imágenes de Dios y de dioses, y abarca una extensión de tiempo mucho mayor. Aquí reflexiona sobre el modo en que las religiones antiguas y modernas, se han enfrentado a problemas irreconciliables en su intento de representar lo divino y el dilema de lo que significa representar a Dios.
«En todo el mundo las primeras manifestaciones artísticas de los seres humanos son sobre sí mismos. Desde el comienzo, el arte ha sido siempre sobre nosotros […] y la manera en que miramos puede entorpecer, incluso, distorsionar, nuestra comprensión de las civilizaciones ajenas a la nuestra», escribe Beard.
«Los antiguos interpretaban las estatuas y las pinturas de seres humanos: no como obras de arte pasivas, sino como participantes activos que desempeñaban un papel en las vidas de los que contemplaban», una concepción cultural opuesta a la actualidad, salvo en la veneración de las imágenes religiosas. En la antigüedad esa contemplación de la imagen no era algo personal para cada uno como puede ser ahora el contemplar una escultura o una pintura, sino que cumplía una función esencial dentro de la civilización que le había dado sentido, como por ejemplo las imágenes de Memnón, dos gigantescas estatuas de piedra que representan al faraón Amenhotep III situadas en la ribera occidental del Nilo, frente a la ciudad egipcia de Luxor, cerca de Medinet Habu y al sur de las grandes necrópolis Tebanas, que son «un potente recordatorio de que las imágenes a menudo hacían algo».
Las imágenes como valor funcional, son como si fueran máquinas del tiempo que condensan la apariencia de una escena, de una persona o una secuencia y la preservan, llegando algunas a convertirse en imágenes de poder que son «tan poderosas como lo permitan quienes las contemplan». Seguimos viviendo en una época en la que la creación de imágenes puede generar poder, a través de los nuevos medios, estos los pueden llegar a glorificar, pero siempre con el beneplácito de aquellos que las contemplan. Son cantidades de imágenes que no dicen ser arte, sino la realidad, sin embargo el concepto de realidad es escurridizo porque no es algo externo a nosotros. «Los escritores griegos y romanos analizaron una y otra vez la idea de que la forma culminante de arte era una ilusión perfecta de la realidades , dicho de otro modo, que el logro artístico más elevado consistía en eliminar toda diferencia visible entre la imagen y su prototipo», manifiesta Beard.
Además está el papel de la religión, esencial en la influencia y el entendimiento así como en la interpretación de la mirada de las cosas, ya que «durante milenios, la religión -en igual medida que el cuerpo humano- ha inspirado al arte, y el arte ha inspirado a la religión, insuflando verdad a las afirmaciones religiosas. Ha unido lo humano y lo divino, y nos ha ofrecido algunas de las imágenes más majestuosas y conmovedoras jamás creadas».
Aprendemos sobre el mundo viendo imágenes de un tipo concreto, proyecciones ópticas que nos ofrecen ideas de las cosas externas, es decir, representan la realidad y nos llevan a hacernos preguntas como: «¿De dónde vengo? ¿ A qué lugar pertenezco? ¿Cuál es mi lugar en la historia de la humanidad? Aunque no la reconozcamos como tal, en este pensamiento habita una fe moderna, la que denominamos ‘civilización’. Una idea que funciona como una religión […] un acto de fe», es como lo define Beard.
En definitiva, La civilización en la mirada ofrece un recorrido visual, pedagógico y enriquecedor para saber y conocer la interpretación del mundo que nos rodea a través de la historia visual de las imágenes de civilizaciones antiguas, ofreciendo un contexto fundamental de interpretación de aquello que vemos y cómo lo vemos, reflejando así en las palabras de Mary Beard el uso doméstico y a veces extravagante de algunos de los elementos del arte antiguo, desplazando también el foco del creador al consumidor, situando a las mujeres en su justa medida en el candelero de la historia de la civilización desde Christiana Herringham que lidió con sus propios prejuicios para conservar las pinturas de Ajanta, hasta la hija de Butades, que según la leyenda, sacó una lámpara y un lápiz y dibujó la silueta de su amante en la pared.
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