Carlos María de Alvear de catorce años, era cadete del regimiento de Dragones de Buenos Aires. Adolescente, poseedor de un carácter rebelde, travieso e indócil y a pesar o a favor de ello, su propósito en la vida estaba escrito.Atravesaban un momento de grandes cambios.
Su padre, el ilustre cordobés don Diego de Alvear y Ponce de León, marino y cartógrafo, había concluido su destino americano. Miembro de la comisión de límites hispano-portugueses y trabajó en la determinación de las fronteras de Paraguay. Después de casi 30 años, decide junto a su familia, regresar a casa. Una gran familia: su amada esposa, ocho hijos menores y sus cinco esclavos. Por supuesto se lleva consigo la mayor parte de todos sus bienes.
Enrolándose como segundo mando de una flota compuesta de cuatro fragatas: Medea, Fama, Clara y Nª Sra. De las Mercedes. Una travesía en esos tiempos habitual de traslado de divisas y caudales para la Corona española. Compuesta por unos 700.000 pesos a nombre de distintos mercaderes y 250.000 a nombre de Carlos IV, además de piezas de oro, plata, piedras preciosas, pieles, telas de vicuña, o especias como la canela.
En Montevideo, el 9 de agosto de 1804 y a punto de zarpar, José de Bustamante y Guerra, el jefe del convoy naval (quien anteriormente había proyectado y participado junto a su amigo Alessandro Malaspina en la histórica expedición naval político-científica española), le indica a don Diego una sustitución de última hora, movilizándole a la fragata Medea que él mismo comandaría. Se lleva consigo algunos libros, anotaciones y recuerdos. Objetos que cruzarían en la línea del tiempo como vehículos de secretos.
Su madre, la porteña María Josefa Balbastro y sus siete hermanos se embarcaron en una de las cuatro fragatas destinadas. Junto a todo su equipaje valuado en 12.000 libras esterlinas, fruto de la labor de aquellos años.
Nª Sra. de las Mercedes, venía desde el puerto de El Callao en Lima, para seguir destino con las demás fragatas y capitaneada por don José Manuel de Goicoa y Labart.
Le indica a Carlos que acompañe a su padre, seguramente le necesitaría, era un buen cadete y dibujante.
En el convoy viajaban un gran número de personas, marinos, carpinteros, comerciantes, abogados, cirujanos, niños…todos ellos con sus familias y enseres, decididos y ansiosos por regresar a España.
Zarparon, desembocando en el Río de La Plata y luchando con el fuerte oleaje, las fragatas tomaron rumbo al punto asignado. El viento rolaba fuerte antes de encalmarse, empapándolos con sus ráfagas de lluvia. La masa oceánica se abrió para ellas, tragándose millas y millas de costa. Una singladura sin dificultades y unos meses llenos de esperanzas.
Por aquellos días España intentaba darse un respiro. Había salido de un conflicto de seis años contra Inglaterra. El punto final fue el Tratado de Amiens, firmado en 1802 entre los ingleses, por un lado, y el bloque aliado (España, Francia y la República de Batavia), por otro. No había por qué temer, Carlos IV ordenó fletar aquel viaje.
La inteligencia inglesa sabía del traslado de la flota española y sospechaban de una alianza.
¿Por qué motivo los españoles llevarían esas riquezas a Napoleón? Por el tratado de San Ildefonso, firmado en 1796. Para obtener la protección de la Francia napoleónica, España debía poner a disposición de los franceses unos 15 barcos de guerra y 24.000 hombres y, en caso de necesidad, hasta toda su fuerza. Según este y otros acuerdos, España funcionaba en los hechos como país beligerante contra Inglaterra. Cuando los ingleses supieron que Francia preparaba un asalto en gran escala a Inglaterra, en combinación con la escuadra española, el embajador inglés en Madrid, Mr. Frere, escribió que “en vista de su neutralidad meramente nominal, cualquier preparativo se consideraría una declaración de guerra”. Tras esta advertencia, el gobierno de Londres ordenó el ataque a las fragatas españolas y el decomiso de los tesoros.
Día 5 de octubre de 1804. La flota recorría las últimas millas de la travesía que había emprendido en el mes de agosto desde el puerto español de Montevideo con destino a Cádiz. Por el horizonte amanece claro y calmo. Estaban doblando el Cabo de Santa María a la altura del Algarve. Los tripulantes de las fragatas sabían que estaban a un día de llegar a casa. Toda esa costa, parecía un espejismo. Les abordaba un sentimiento de alegría, cansados y muchos de ellos enfermos, pero con la ilusión del momento esperado. Unas siluetas de cuatro fragatas se avistaban con cierta perspectiva cada vez mas cerca. Todas las risas en la cubierta que había provocado la vista de la costa, se convirtieron en muecas de asombro. Enmudecieron al acercarse esas fragatas y ver sus banderas. Una casi absoluta ausencia de ruido. Solo gaviotas escoltándoles. Pero eran tiempos de paz y nada que temer. Una regla única de honor en este mar.
Las fragatas inglesas se situaron estratégicamente, a barlovento de las españolas, a una “distancia de algo menos de medio tiro de cañón” (unos 50 metros). Eran cuatro fragatas: “Amphion”, “Livery”, “Medusa” e “Infatigable”. El jefe de la flota británica, comodoro Moore, invitó al jefe de la escuadra española, don José de Bustamante y Guerra, a entregar los tesoros que llevaba a Napoleón, para lo cual debería dirigirse a un puerto inglés.
El “factor sorpresa” aplicado por aquellos ingleses, creó una atmósfera de desconcierto tal, que casi no dio tiempo a reaccionar ante tan equivocado y desafortunado encuentro. Ante la negativa española, los ingleses abrieron fuego y en pocas horas el resultado fue catastrófico. Aquel día, esa fragata sería el último que viera amanecer. Una batalla injusta y desigual quedaba vista para sentencia.
Carlos junto a su padre, desde la Medea atormentado entre el movimiento del barco y el crujir de las maderas, escuchó un estruendo, a ese primer disparo le sucedió otro y fue a las nueve y media de la mañana cuando el certero tercer cañonazo inglés reventó el castillo de la fragata Mercedes, haciendo explotar su polvorín. Allí viajaba su madre y sus hermanos. Los gritos de almas inocentes y las vistas de esa escena desoladora, fue un momento que parecía transcurrir en cámara lenta y que quedó grabado en su memoria. Presenció como la fragata Nª Señora de las Mercedes estallaba por los aires, como el navío se iba a pique y con ella se hundían sus lazos mas profundos. Aguas teñidas de rojo, llanto y sufrimiento por doquier. (Se salvaron apenas medio centenar de sus casi 300 tripulantes y pasajeros). El resto de fragatas acompañantes, trataba de huir como sea de un final como el contemplado hacía pocos segundos.
Fama aún combatió hasta pasado el mediodía, cuando arrió la bandera y pudo contar sus bajas: 11 muertos, 40 heridos, cinco pies de agua en la bodega y timón y piezas auxiliares rotas.
“no es extraño, excelentísimo señor, me viese en la dura necesidad de arriar la bandera, siendo como las diez y media”, afirma el jefe de la escuadra.
Fueron conducidos a Plymouth, y descargado el tesoro de más de dos millones de libras.
Citas de periódicos ingleses de la época, critican lo acontecido.
“Un gran delito acaba de cometerse […] La ley de las naciones ha padecido la violación más atroz: una potencia amiga ha sido atacada por nuestra fuerza pública en medio de una profunda paz […] sus leales súbditos han perecido en su defensa, infestando nuestras costas sus saqueados tesoros, y, como el de un pirata, nuestro pabellón tremola sobre el débil, el infeliz y el oprimido.”
Aquello representó la antesala de la Batalla de Trafalgar acontecida un año después.
El relato más detallado que existe de la batalla está en las anotaciones a los siete dibujos que han aparecido en la casa madrileña de los Alvear. El relato directo de Alvear está en ellos reflejado y los dibujos fueron realizados por Carlos María.
Nada hacía presagiar tanta muerte a bordo. Un barco que no pudo llegar a puerto. Se esfumaron 249 vidas, cada una con su propia historia, especial y gloriosa, las que no pudieron contar y que han quedado esparcidas en el fondo del mar.
Historias que dos siglos después se profanaban entorno a un hallazgo único, el de Odissey una empresa cazatesoros codiciosa que a escondidas, se proclamó triunfante. Son los piratas de hoy, más feroces que nunca. Este botín consistía en 500.000 monedas acuñadas en Perú a finales del siglo XVIII (un equivalente a 17.000 kilos de oro y plata).
Entonces, un país unido reacciona para recuperar cada detalle de esta historia, a ellas, a su recuerdo, el de esas almas adormecidas y abandonadas, en aquel fondo marino. Donde además yacía su fortuna, doblemente expoliada. España decidió llevar a la compañía Odissey a los tribunales y la justicia falló a favor de los demandantes. El último viaje de la fragata Mercedes, es la doble exposición que hoy podemos ver y fruto de un gran trabajo.
Un relato que estremece si te adentras en el y en sus distintos episodios, incluso toda la “odisea” que impulsó a recuperar esta historia.
La Providencia con sus caprichos, salvó de la tragedia a quienes como Carlos con su carácter inquieto e indócil, les esperaba quizás un designio singular para sus vidas y en especial su descendencia. Por alguna expresa razón esas personas debían seguir en pié. Y frente a este episodio, nacieron de nuevo.
Así lo fue además para otro niño de diez años, Tomás de Iriarte que viajaba de América a España para hacer carrera militar. Una treintena de acuarelas evoca los acontecimientos siguientes, narrados por el propio Tomás de Iriarte, siendo ya mayor y quien tenía también designado un destino a su vida.
El teniente de navío Pedro Afán de Rivera, el único superviviente militar de la fragata Mercedes, también pudo contarlo: “habiendo estado debajo del agua, con parte de la artillería del castillo, cuyo puesto cubría, y otros fragmentos sobre sí, en un estadio que no puede designar, y después asiendo un trozo de la proa estuvo sobre él como dos horas y cuarto, hasta que finalizado el combate le recogieron”.
Otros relatos de la batalla han sobrevivido. Bustamante lo escribe en Plymouth, enfermo, dos días después de llegar detenido con la Medea.
El testimonio de Miguel de Zapiaín, a bordo de la Fama, aportó una minuciosa reconstrucción de los hechos.
La trayectoria de esta flota se quedó sin completar su destino. Los supervivientes siguieron sus caminos, con la sombra de esta memoria.
A don Diego sólo le quedaba su hijo mayor, Carlos María y la prensa europea sostenía que semejante ataque, sin un estado formal de guerra, más bien se asemejaba a un asalto pirata. Este permaneció unos años, ya libre, en Gran Bretaña, donde fue atendido con toda consideración, pues existía una sensación de culpa por el estrago causado al marino español, en circunstancias militares discutibles. Don Diego se casó con una señorita londinense (Luisa Ward) la familia Alvear y Ward, aún existe en España y posee una importante bodega.
Carlos María se formó en un buen colegio inglés. A fines de 1807 se incorporó a la Brigada de Carabineros Reales (un cuerpo de elite) y participó en la campaña contra la invasión napoleónica luchando en las batallas de Tudela, Tarancón, Uclés y Talavera y en los combates de Los Yébenes, Mora y Consuegra.
Aunque quizás por el recuerdo de su madre, se sentía criollo. En marzo de 1812 viajó a Buenos Aires en la fragata inglesa “George Canning”, con un grupo de militares profesionales que integraban nada menos que José de San Martín, Matías Zapiola y el Barón de Holmberg.
Allí comenzó sus designios para su vida, participar activamente en la independencia Argentina. Con todo su genio, aquel de adolescente, rebelde e inquieto, fue un prócer controvertido y audaz con una extensa e importante trayectoria.
“Si Alvear experimenta cierta antipatía hacia nuestro país, ello se debe a esta terrible catástrofe,” diría un viajero inglés que lo conoció en Buenos Aires en 1823.
Pudo además su descendencia dejar escritas otras páginas de la historia.
La de este relato, como la de Carlos, historias de vida, de mar y naufragios.
Hay algo en los barcos naufragados que siempre alimenta la imaginación. Puede que sea la idea horrible de ver un barco hundirse y de las vidas que se pierden o puede que sea esa manera gloriosa y silenciosa que tienen de perdurar en los fondos marinos. Sea cual sea la razón, son como un atractivo magnético para los buceadores aventureros, pero aún mas para saber quienes eran esas vidas que iban a bordo, cuales eran sus propósitos y que dejaron por contar en el olvido. Cuestión de arqueología, no para la búsqueda de tesoros.
Y así será que “cada persona en la Tierra, está siempre representando el papel principal de la Historia del mundo”. Con sus cambios del destino.
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