Hace unas semanas, en el primer artículo de este blog, intenté trazar la vida de Adrien Aron, un frívolo convertido al desencanto tras conocer la persecución y el exilio durante la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué le había pasado a ese jugador de tenis, a ese amante de las cartas, a ese chico inteligente que entregó su inteligencia al ocio y a una vida de despilfarro? ¿De dónde el afán por rasgar el olvido que cubre a un ser anónimo, perdido, a un hombre que eligió voluntariamente hacerse a un lado y ausentarse de la «comedia social», según cuenta su famoso hermano, Raymond Aron?
Intento, y no sé si lo consigo, imaginarme a Adrien durante su juventud. Trato de comprender qué pensaba entonces para conocer qué pudo pensar luego. Le veo disfrutando de las concesiones que brinda la paz. Sin la sombra de la violencia al acecho, sin el aliento de la persecución a su espalda, ¿por qué no vivir con ligereza y sin tomarse nada en serio, en lugar de convertido en un pelma moral? ¿Por qué dedicarse a las matemáticas o al derecho, cuando juega al tenis con talento y le divierte el bridge? ¿Por qué no escribir un libro sobre ese juego de cartas con Jean Fayard, el hijo de un rico editor, un chico cercano a la extrema derecha de la Acción Francesa? Juzgar a otro por su ideología, aunque esa ideología pueda incluir una pulsión antisemita y él sea judío, quizá le parezca tomarse las cosas a pecho. Adrien es un tipo frívolo. No se va a permitir ese arrebato, señal de mal gusto, de poca cintura. Además, ¿por qué identificarse con un grupo, enarbolar la causa de defender sus derechos, cuando se siente, y así ha crecido, como un ciudadano más de la Tercera República?
Hago cábalas. Quizá el drama de la guerra es que revienta las poses, que obliga a que las poses se conviertan en actos, en decisiones que nos obligan a tomar partido en el peor contexto posible: el de la violencia. Airea, salvo contadas excepciones, lo peor del ser humano. Recuerdo a Raymond Aron, el hermano pequeño de Adrien. En sus «Memorias», el filósofo explica que odia los totalitarismos porque logran que broten los «gérmenes» que anidan en las profundidades de nuestra «naturaleza humana». Describe, cuando llega a los albores de la Segunda Guerra Mundial, su odio por los medios de extrema derecha franceses. Admite que no logra asomarse a sus páginas, escritas «no sin talento», aunque «alimentadas de odio»; un muro ético le impide admirarse ante una inteligencia que ignora la moral. Es lo que detecta en «Gringoire», en «Je suis partout» o en «Candide», el semanario donde escribe Jean Fayard.
Vuelvo a «Candide». Leo los números del semanario en busca de los artículos escritos por Fayard. Avanzo despacio, pero descubro que al principio de los años treinta su actividad se centra en las críticas de cine y de music-hall. También publica algún relato corto, y un texto sobre el bridge. Anoto curiosidades: en su páginas, se anuncia una novela de Irene Nemirovsky (1), la escritora con la que Jean mantendrá un pleito durante la Segunda Guerra Mundial; también hay un artículo de Miguel Primo de Rivera, que habla de la dictadura que encabezó en España (2); hay, además, publicidad sobre la próxima aparición de «Je suis partout», un diario abierto por Arthème Fayard, y de lamentable recuerdo (3). ¿Qué me encontraré más adelante?
Como ya apunté, continuar con esta historia requiere consultar documentos a los que ahora mismo no puedo acceder. He conseguido, y lo tendré en mis manos la segunda semana de diciembre, comprar un volumen de «L’art du bridge», el libro que escribieron Adrien Aron y Jean Fayard de forma conjunta, y que publicaron en 1937. No sé si se trata de un mero manual sobre el juego, que no me aportará ninguna información biográfica sobre sus autores, o si por el contrario me permitirá descubrir algo más sobre ellos; en especial, sobre la profundidad del vínculo que existía entre ambos. Las otras dos fuentes están en Francia. La primera, en París, donde espero hojear los papeles de Raymond Aron relacionados con su hermano. La segunda está en Normandía, en Caen, donde los documentos de Jean Fayard, que incluyen correspondencia (¿me encontraré alguna carta con Adrien?) y «un texto corto de recuerdos que evocan los años 1930-1936 y el diario “Je suis partout”», están depositados en el Institut Mémoires de l’édition contemporaine. Por agradecimiento, debo decir que solo he recibido amabilidad y apoyo por parte de las personas encargadas de gestionar la consulta de ambos fondos.
No me quiero precipitar. Ignoro si tirar más del hilo me llevará a alguna parte o no. Es posible que descubra que la relación entre Adrien y Jean fue circunstancial, limitada a una conjunción de intereses para acometer un proyecto concreto. Es posible que me resulte imposible rastrear más sobre Adrien, de hecho. Para no desanimarme, y a lo mejor para justificarme un poco, cierro este artículo con unas reflexiones de Marc Bloch en «Apología para la Historia o el oficio de historiador» (Fondo de Cultura Económica, 2001):
Y es que el espectáculo de las actividades humanas, que constituye su objeto particular [de la Historia], más que ningún otro está hecho para seducir la imaginación de los hombres. Sobre todo cuando, gracias a su alejamiento en el tiempo o en el espacio, su despliegue se atavía con las sutiles seducciones de lo extraño. El gran Leibniz nos lo ha confesado: cuando pasaba de las abstractas especulaciones matemáticas o de la teodicea a descifrar antiguas cartas o antiguas crónicas de la Alemania imperial, experimentaba, igual que nosotros, esa «voluptuosidad de estudiar cosas singulares». Cuidémonos de no quitarle a nuestra ciencia su parte de poesía. Sobre todo cuidémonos, como he descubierto en el sentimiento de algunos, de sonrojarnos por su causa. Sería una increíble tontería creer que, por ejercer semejante atractivo sobre la sensibilidad, es menos capaz de satisfacer nuestra inteligencia.
Bloch fue un héroe de la Resistencia. Eso me lo guardo para otro artículo.
Notas:
(1) Candide, 6 de marzo de 1930
(2) Miguel Primo de Rivera, «Origine et chute d’une dictature», Candide, 20 de marzo de 1930
(3) Candide, 27 de noviembre de 1930
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