El señor que se sentaba a mi izquierda se pasaba las manos por las mejillas mientras veÃamos «Dolor y gloria» (Pedro Almodóvar, 2019) en el cine. No lloró todo el tiempo. Como también me sucedió a mÃ, le emocionaron sobre todo las escenas en las que el director de cine Salvador Mallo, el protagonista, conversaba con su madre anciana, una señora manchega que hablaba sin ningún miedo de la muerte. HabÃa algo universal en esa mujer, un estoicismo que se reconoce en muchas personas mayores y que está construido gracias a la fe, las estampitas y esa fuerza que se gana con la experiencia y no a través de la cultura. Una sabidurÃa que contrastaba con las inquietudes que torturaban a su hijo, preso de la hipocondrÃa y unos cuantos terrores e incapaz de disfrutar del éxito.
Yo de cine sé lo justo y no me atrevo a decir si una pelÃcula es buena o mala, pero sà me aventuro a confesar cuando me gusta o no. «Dolor y gloria» me gustó cuando comenzaron las escenas que reproducÃan la relación entre madre e hijo, que me parecieron cargadas de ternura, de la veneración que se siente hacia una mujer que en su sencillez esconde un misterio. Todo el cine de Almodóvar es una reverencia ante la figura materna, que adquiere la forma de una anciana y divertida Chus Lampreave en «La flor de mi secreto» (1995) o de una mujer de cuarenta y pico años y con muchos recursos en la Cecilia Roth de «Todo sobre mi madre» (1999). Ahà están también la resuelta Penélope Cruz de «Volver» (2006) y la irrepetible Carmen Maura de «¿Qué he hecho yo para merecer esto?» (1984). Y sé que me dejo unas cuantas.
«Muchos hijos, un mono y un castillo» (2017) la fui a ver el año pasado al cine. De nuevo, un hijo, el director Gustavo Salmerón, retrataba con asombro a su madre, una mujer única por su fuerza y el rico abanico de desarreglos psicológicos que habÃa reconducido hacia el humor absurdo. El grupo de abuelas que me acompañaban en la sala reaccionaba a las gracias de Julita con bastonazos, expresando asà su conformidad con cada chiste. Yo alucinaba. En la pantalla, la señora pinchaba con un tenedor extensible a su marido para asegurarse de que no estaba muerto, y decÃa que se declaraba «masona». Su castillo se habÃa convertido en un templo al sÃndrome de Diógenes. La mujer habÃa escapado al sufrimiento gracias a la risa y el amor de su familia. Me pareció un documental maravilloso.
Quizá las madres con carácter son un género en sà mismo. ¿Cómo me voy a olvidar de Sophia Loren en «Los girasoles» (Vittorio de Sica, 1970), que por lo demás creo que es una pelÃcula un poco mala? Cuando Marcello Mastroianni vuelve de Rusia y conoce al hijo de la Loren, le pregunta cómo se llama. Ella responde que Antonio. Él se emociona: «¿Antonio, como yo?». No. «Antonio, como San Antonio», le espeta la actriz italiana. No descarto que le saliera natural.
Los españoles y los italianos, educados como católicos aunque cada vez menos practicantes, o con menos fe, ¿sentiremos esa admiración por la madre por un tema religioso?
Quien mejor ha escrito sobre «Dolor y gloria» ha sido mi compañero Fernando Muñoz aquÃ. Yo solo pretendÃa esbozar alguna idea.
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