La catedral de Notre Dame ardió el lunes, día que la noticia fue acogida con conmoción, y ahora, con su estructura salvada pero también con pérdidas graves, comienzo a leer comentarios sobre la cobertura de suceso. Uno muy llamativo afea que se compare el incendio, que suscitó tantas reacciones y solidaridad traducida en gestos y palabras de condolencia, con un naufragio en el Mediterráneo y la muerte de seres humanos, ahogados de manera terrible en el mar. El autor de ese texto sentencia que hacer esa observación es fruto de la «superioridad moral de la burguesía» y del «sentimiento de culpa» del que disfrutan los cristianos por gusto masoquista, con una -no podía faltar- cita de Nietzsche de por medio. En el extremo opuesto, otros consideran patético que las llamas en un templo provoquen una pena tan intensa, a veces traducida en lágrimas, y publican fotografías de niños famélicos para denunciar la hipocresía que, según ellos, corroe a las personas sin conciencia que lloran la destrucción en Notre Dame, gentes que carecen de empatía y con una sensibilidad de apariencia cuestionable, se entiende que a diferencia de la suya. Luego, y por último, estamos los que, como yo, leemos ambas posturas sin decantarnos por una, probables portadores de los defectos de cada lado, y de la comodidad que brinda no posicionarse, con el prestigio que se concede a la duda.
¿Por qué escribo esto? Tengo la impresión de que escribir sirve para ordenar y entender. Reflexiono sobre este tema para intentar esbozar alguna idea. Pienso que Notre Dame es una catedral con más de ocho siglos de historia, un ejemplo hermoso de arquitectura gótica, con sus bóvedas de crucería y sus vidrieras, posibles por la descarga del peso de los muros en los arbotantes. Pienso también que pertenece a la memoria colectiva de muchos individuos porque está en París, que es una ciudad de la que todo el mundo sabe cuatro cosas, al menos, por películas o libros. Para los más cultos, o los que pretendan aparentar esa virtud, que hay de todo, Notre Dame es un personaje más de «Nuestra Señora de París», una novela de Víctor Hugo. Para los que se sienten más cercanos a lo popular, o pretenden aparentarlo, porque es una pose que también da réditos y tiene sus ventajas, Notre Dame es la catedral de una película de Disney donde salen Quasimodo y Esmeralda, y estrenada a mediados de los 90. El asunto es que todo el mundo la conoce, casi o más o menos, e, insisto, que está en París. Ni siquiera el asunto es que haya pasado en Francia -«país occidental», «desarrollado», etc.-, porque dudo que la quema de la catedral de Rouen o de Beauvais hubiera producido el mismo impacto, aunque tal vez me equivoque.
Tras decir esto, se deduce algo sencillo, que no supone ningún hallazgo especialmente audaz por mi parte: lamentamos perder lo que conocemos, personas u objetos, pero tenemos dificultad para sentir la pérdida de lo que nunca ha estado ahí para nosotros. Tengo la impresión de que esa frialdad es un escudo humano contra el dolor, en ningún caso que el ser humano sea de por sí indiferente al dolor de los otros. La mayoría de las personas que contemplasen lo que ocurre en el Mediterráneo, un naufragio donde vidas, con toda su riqueza de conciencia y recuerdos, se pierden para siempre, sentirían una pena de la que no podrían zafarse, un despertar que les impulsaría a combatir esa tragedia. El problema es que la gente ni presencia esas escenas ni conoce a sus víctimas, convertidas en números escandalosos que se publican cada año. Ahora viene la pregunta difícil: ¿es ético cultivar una indiferencia protectora o lo ético es combatirla? Parece que lo segundo, en principio; pero, llegados a cierta edad, todos hemos conocido a personas que tienen dificultades serias para sacar su vida adelante, y cuesta imaginarse que puedan encargarse de su día a día y de los dramas de la humanidad, de todo a la vez, sin que caer de rodillas y desplomarse en el suelo. Creo que es el caso de algunos espectadores de la famosa «telebasura».
Mi conclusión es que soy incapaz de concluir nada definitivo y que los juicios violentos, señalar las conductas de los demás de manera tajante y despectiva, no conduce a ninguna parte, aunque haya parte de razón en lo que se dice o reprocha. Lo digo porque yo misma he actuado así muchas veces, y me arrepiento. No creo que sea malo lamentar la quema de Notre Dame. Creo que es malo ignorar el sufrimiento de otros seres humanos, pero que es difícil lograr que se empatice con él. Pensemos cómo conseguirlo sin ser soberbios. Y empecemos por nosotros, los periodistas.
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