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Blogs Los cuatrocientos golpes por Silvia Nieto

Una historia mínima en la Segunda Guerra Mundial

Una historia mínima en la Segunda Guerra Mundial
Silvia Nieto el
Adrien Aron en una fotografía de 1927, con 25 años. Fuente: Biblioteca Nacional de Francia

¿Cómo explicar mi interés por un personaje tan concreto, por un desconocido que cruza como una sombra las memorias de un filósofo, periodista y politólogo, Raymond Aron (París, 1905-1983), clave en la Francia del siglo XX? Quizá lo seductor de reconstruir una biografía es que en el proceso atisbamos algo de nosotros mismos, de nuestras propias contradicciones, miedos, de nuestra propia naturaleza ambigua. La historia de Adrien Aron (París, 1902-1969), el hermano mayor de Raymond, no es la de un héroe ni la de una víctima, sino de la de un ser humano real: esto es, la de un hombre que se balancea entre el bien y el mal, sin abrazar definitivamente uno u otro.

Las «Memorias» (Alianza Editorial, 1985) de Raymond Aron me dejaron admirada. Escritas con la muerte al acecho, su estilo destilaba una sensibilidad contenida que dotaba de realismo, de tensión y de belleza a sus recuerdos; con el poso del trauma, de su pasado también afloraba, repentino, un dolor oculto que sorprendía al propio autor: «Adrien se impone mientras dejo correr mi pluma. ¿Por qué él, que no ocupó ningún lugar en mi existencia?», se preguntaba en la primera página. Su hermano mayor, contaba, era frívolo, egoísta, listo cuando le interesaba y un tipo mimado, con sus maneras de dandi, por la alta sociedad. Su juventud había transcurrido a bordo de un Lancia, entre partidas de tenis y de bridge, y de mujeres. La Segunda Guerra Mundial lo había arrasado todo; después de ella, Adrien se había aislado, en un parapeto de filatelia y cinismo, de un mundo que despreciaba.

El hermano mayor aparecía, pues, como antagonista del pequeño; el vago y consentido frente al responsable y estudioso; el enamorado de sí mismo frente al que se comprometía en lo político y lo personal. Solo una anécdota, en las «Memorias», introducía un matiz. Raymond cargaba con la losa de resarcir a su padre, un hombre fracasado que lo había perdido todo; el mismo al que Adrien, tras su ruina, se había negado a prestar dinero. Su muerte, en 1934, había hundido al primogénito en la culpa. ¿Qué nos dice de él esa súbita sensibilidad? ¿Era su frivolidad una pose? Son suposiciones, pero creo que esa anécdota permite comprender el impacto psicológico que la Segunda Guerra Mundial tuvo, luego, en él; Adrien no era ni un inconsciente ni un estúpido, y, quizá para su disgusto, tampoco un amoral. ¿A qué otros golpes se enfrentó? Según Raymond, su hermano descubrió, recordó que era judío, con la ocupación nazi de Francia. Algún amigo, insinuaba, le decepcionó entonces. Pero, ¿qué sucedió exactamente?

Reconstruir la vida de Adrien Aron no resulta fácil. Los periódicos digitalizados en Gallica, el portal de la Biblioteca Nacional de Francia, nos dan algunas pistas sobre sus peripecias antes de la guerra. Así sucede con un artículo en un semanario deportivo que, en 1927, le describe como «una máquina en devolver la bala», «un caimán de la peor especie», por su estilo cuando jugaba al tenis (1). Luego, en 1937, su nombre aparece ligado al de un tal Jean Fayard, junto al que publica un libro, «El arte del bridge». Después, su rastro se pierde. Solo se sabe que volvió a publicar, aunque sobre filatelia, en 1959, diez años antes de su muerte. Precisamente, su acta de defunción, depositada en los Archivos Municipales de París, confirma que vivió, hasta el final, en un apartamento del 21, rue Marignan, en el octavo distrito de la ciudad, en un barrio elegante entre la Ópera Garnier y el Arco del Triunfo. Con estos datos, escasos, voy a intentar esbozar, apoyándome en el marco histórico, su biografía.

Vamos, de la mano de Adrien, a recorrer los peores años de Francia.

Un país partido en dos

Mapa de Francia durane la Ocupación. Fuente: “Le régime de Vichy”, Marc Oliver Baruch, 2017.

Como recuerda Alain Riding en «Y siguió la fiesta» (Galaxia Gutenberg, 2011), el Ejército alemán entró en París el 14 de junio de 1940 «sin hallar resistencia». Ante la derrota, Philippe Pétain, un mariscal que había alcanzando la fama en la Primera Guerra Mundial, y por entonces presidente del Consejo, impulsó la firma de un armisticio con Berlín. En base al mismo, Francia quedó partida en dos: en una zona ocupada y en otra no ocupada o libre. La zona ocupada se extendía por el norte del país y la costa atlántica, incluía París y estaba administrada por los alemanes. La no ocupada, que comprendía el sur y la rivera mediterránea, estableció su capital en Vichy. En esa ciudad-balneario, Pétain, que recibió «plenos poderes» de la Asamblea Nacional en julio, estableció la sede su régimen, autoritario y personalista. El régimen de Vichy optó, muy pronto, por la colaboración con el nazismo; abolida, la trilogía republicana de «libertad, igualdad y fraternidad» fue sustituida por la de «trabajo, patria y familia».

Ante esa situación, muchos judíos parisinos se decidieron por el mal menor. Las ciudades de la rivera mediterránea, más seguras que una capital donde los nazis campaban a sus anchas, se convirtieron en su refugio. Marsella, en la que el estadounidense Varian Fry llevó a cabo una labor heroica, proporcionando visados a intelectuales y artistas para abandonar Francia, fue una de las más solicitadas. Adrien, sin embargo, optó por Cannes. Lo cierto es que su barrio de París se había convertido en un lugar peligroso. Como explica Cécile Desprairies en «Ville lumières, années noires» (Denoël, 2008), los alemanes requisaron una cantidad considerable de edificios en su distrito, el octavo: por ejemplo, en el 21, rue La Boétie, establecieron el Instituto de Estudios de la Cuestión Judía, encargado de la propaganda antisemita y de recibir cartas de delación. Ese riesgo, estudiado por Laurent Joli en «Dénoncer les juifs sous l’Occupation» (CNRS, 2017), también se cernió sobre Adrien: para un judío, la denuncia podía suponer el arresto y la previsible deportación a un campo de exterminio.

Cabe hacer una pregunta: ¿Era la zona no ocupada un lugar seguro para los judíos? Definitivamente, no. En su libro «Vichy et les juifs» (Calamann-Levy, 2015), Michaël R. Marrus y Robert O. Paxton detallan en qué consistió el «Estatuto de los judíos», una ley aprobada por el régimen de Vichy el otoño de 1940. Basada «en criterios raciales», rasgo definitorio del antisemitismo moderno, el «Estatuto» estableció, entre otras medidas, la de prohibir a los judíos ejercer ciertas actividades, como las vinculadas a «la enseñanza, la prensa, la radio, el cine y el teatro». También instauró «un sistema de cuotas con el fin de limitar el número de judíos en las profesiones liberales». La nueva legislación entró en vigor las dos zonas en las que había quedado dividida Francia. En sus «Memorias», Raymond Aron cuenta esta anécdota:

Los domingos iba a almorzar a Charleville. Allí me encontré varias veces con Lucien Vidal-Naquet —padre del historiador de Grecia—, que en diversas ocasiones había parado en nuestra casa de Versalles. Durante la Ocupación, dio pruebas de un valor casi excesivo, hasta tal punto se significó ante los verdugos. Me contaron que cuando las leyes de Vichy le prohibieron ejercer su profesión de abogado, protestó públicamente en el Palacio de Justicia, retando a aquellos de sus colegas que aplicaban pasivamente las ordenanzas de Vichy.

Por si fuera poco, el régimen también abrogó el decreto-ley Marchandeau, que, desde abril de 1939, prohibía las proclamas antisemitas en la prensa. Gracias a esa medida, periódicos como el violento «Au Pilori» tuvieron vía libre para impulsar sus campañas de odio contra los judíos. En un número de junio de 1941, se leía: «Para un ario es repugnante ejecutar a un judío, pero sin embargo tendrá que hacerlo, si resulta indispensable» (2). El episodio más indigno de la colaboración llegó con las «rafles» o redadas orquestadas por la Policía francesa para detener judíos, que comenzaron ese mismo año tanto en zona ocupada como en no ocupada y que afectaron tanto a judíos extranjeros como a los de nacionalidad francesa. En 1942, los días 16 y 17 de julio, la redada del Velódromo de Invierno causó la detención de 12.884 de ellos en París. Su envío a un campo de concentración en Francia solía ser el paso previo a su deportación a un campo de exterminio nazi, como Auschwitz, en Polonia. En ese sentido, nos dice Raymond Aron, sobre su amigo Vidal-Naquet:

En Marsella, donde vivía la familia de su mujer, [Lucien Vidal-Naquet] se albergó en una casa ocupada por oficiales alemanes. No ocultaba ni sus orígenes ni sus opiniones; un día la Gestapo fue a llevárselos a él y a su mujer. Dos hijos se salvaron gracias al valor y a la sangre fría de su madre; los otros dos gracias a la abnegación y viveza de la cocinera de la casa, que avisó a los amigos.

Lucien Vidal-Naquet y su esposa fueron arrestados en mayo de 1944 y luego deportados a Auschwitz, de donde no regresaron. Es posible que Adrien, consciente de que permanecer en la rivera mediterránea, en su caso Cannes, ya no resultaba seguro, decidiera exiliarse a Suiza tras el recrudecimiento de la persecución. Allí comenzó su pasión por la filatelia.

Un amigo de Adrien

El régimen de Vichy debía mucho a Acción Francesa, un partido de extrema derecha nacido a finales del siglo XIX, al calor del caso Dreyfus, del que se nutría ideológicamente. Alguno de sus miembros, como Charles Maurras, había inspirado ciertas medidas tomadas luego por Pétain; por ejemplo, el «Estatuto de los judíos», aprobado en octubre de 1940, y al que ya me he referido antes, bebía de una de las teorías de Maurras. En concreto, de la que defendía que los judíos debían ser políticamente considerados extranjeros, por lo que tenían que quedar vetados de ciertos puestos de responsabilidad en el Estado, como el funcionariado o la enseñanza. Así lo explica Laurent Joly en «Vichy dans la “solution finale”» (Grasset, 2006), donde también recuerda que «L’Action française», el periódico lanzado por el partido en 1908, fue clave para vocear, con éxito, ese maridaje de ultranacionalismo y antisemitismo en la sociedad de la época.

Jean Fayard fotografiado en 1931, el año que ganó el Premio Goncourt. Fuente: Biblioteca Nacional de Francia

¿Qué tiene que ver todo esto con Adrien Aron? Bastante, en realidad. Hay que recordar un dato: en las «Memorias», Raymond Aron insinuaba que su hermano, que había cultivado amistades más bien frívolas, se volvió un tipo huraño, un descreído, cuando la Ocupación, que él sufrió como judío, le quitó la máscara a alguno de sus compañeros de farra. Con esa sospecha en mente, intenté rastrear a los miembros del círculo cercano de Adrien. Por eso busqué información sobre Jean Fayard, junto al que había publicado, en 1937, un libro sobre cómo jugar al bridge. Curiosamente, Jean, una especie de niño bien de la época, estaba estrechamente vinculado a Acción Francesa.

La biografía de Jean Fayard (París, 1902-1978) es sombría. Jean era hijo de Arthème Fayard, uno de los editores más importantes de Francia, fundador de medios como «Candide» o «Je suis partout». El joven había alcanzado cierta notoriedad en el mundo literario tras ganar, en 1931, el prestigioso Premio Goncourt con su novela «Mal d’amour». Ese año, haciéndose eco de su triunfo, una revista, rendida a sus encantos, le describía como un tipo «con mirada pícara de parisino y rostro cándido de oxoniense», agraciado con un «cuerpo de atleta inglés» (3). «Este joven y feliz autor —se leía en «La vie parisienne»— es célebre como campeón de ping-pong, como aficionado al cine y crítico de music-hall. Es malvado, es amable; es noctámbulo; es padre de familia; es Premio Goncourt; es gran editor. ¡Qué de encantadores contrastes!». No toda la prensa, sin embargo, le era tan favorable. Otra revista, «L’Oeil de Paris», le trataba, por esas mismas fechas, con escepticismo: «Amable autorcito de novelas simpáticas y sin gran importancia, parece seguro que M. Jean Fayard no habría franqueado el umbral de la notoriedad si no hubiera dispuesto de medios y de una publicidad excepcional» (4). Y concretaba: Léon Daudet, «un viejo amigo de papá Fayard», había movido hilos para que el Goncourt acabara en sus manos.

Léon Daudet era uno de los fundadores de «L’Action française», donde trabajaba como periodista. Desde sus páginas, solía citar los artículos que Jean publicaba en el diario de su padre, «Candide». El hijo del editor no escatimaba, en ellos, un tono amable hacia movimientos de extrema derecha europeos, como el nazismo: en 1937, por ejemplo, y a la vuelta de un viaje de Berlín, había escrito que, en Alemania, los judíos solo había sido excluidos del «servicio del trabajo y del servicio del ejército», lo que, en Francia, haría que todos los ciudadanos «quisieran ser judíos» (5). En realidad, Hitler había promovido, en 1935, la aprobación de las leyes de Nuremberg, que les despojaban de la ciudadanía, y por tanto de sus derechos, en el Tercer Reich.

A Jean, sus gustos ideológicos le salieron caros. En el verano de 1940, cuando Francia cayó derrotada ante Alemania, se exilió al Reino Unido, donde el general Charles de Gaulle impulsaba la resistencia contra el nazismo frente a la colaboración enarbolada por Pétain. No fue una decisión extraña. En esa primera hora, como luego recordaría Raymond Aron, en el entorno de De Gaulle había personas «cuya posición política no estaba mucho más a la izquierda que la de Vichy»; algunos, como Jean, se marcharon pronto de Londres. Jacques Parrot, en «La guerre des ondes» (Plon, 1987), explica lo que sucedió: «Jean Fayard, que dirigió “Candide” hasta su movilización, intentó hacer aparecer un periódico, “La Francia libre”, pero la autorización le fue rechazada por un artículo en “Candide” favorable a Mussolini, desgraciadamente aparecido la semana de la entrada en guerra de Italia. Mortificado, tocado en lo más profundo de su anglofilia visceral, Jean Fayard regresó a Francia». En concreto, al París ocupado, donde retomó las riendas de los negocios familiares, que administraba desde la muerte de su padre en 1936.

El editor vichysta

«Candide», el semanario donde Jean escribía y que había heredado, volvió a ver la luz en julio de 1940, después de tres semanas sin salir al quiosco. Ese lapso, seguramente, se debió a la partida al Reino Unido de su dueño. En cualquier caso, la publicación, que trasladó su sede a Clermont-Ferrand, una ciudad de la zona no ocupada, mostró a partir de entonces un claro compromiso con el régimen de Vichy. En sus páginas, por ejemplo, se podía leer un articulo donde Charles Maurras, el ideólogo de Acción Francesa, celebraba a Pétain, al que consideraba capaz de construir una Francia mejor que la de la Tercera República (6).

Sabiendo que «Candide» funcionaba de nuevo, Irène Némirovsky se puso en contacto con Jean. Némirovsky, una escritora judía nacida en Kiev, en Ucrania, y que había llegado a Francia, como muchos otros judíos, huyendo de la Revolución rusa, había pactado escribir una novela para «Candide» en abril de 1940. Entonces, con la firma del contrato, había recibido la mitad de los 60.000 francos acordados por ese trabajo. Seis meses después, en octubre, la novelista pedía a Jean, con el libro terminado, que le pagase los 30.000 que faltaban. El editor se negó. Argumentaba que el «Estatuto», recién aprobado por el régimen de Vichy, le impedía publicar en su semanario una novela escrita por una mujer judía; por tanto, no iba a darle el dinero restante. Aunque Némirovsky protestó, Jean finalmente se salió con la suya. Los detalles de esta historia están recogidos en «The Mirador» (NYRB, 2000), las memorias de la novelista escritas, en primera persona, por su hija, Élisabeth Gille. Un libro que homenajea a su madre, detenida en París en julio de 1942 y luego trasladada a Auschwitz, donde murió un mes más tarde. Por su parte, y acabada la guerra, «Candide» fue clausurado por su línea editorial durante la Ocupación.

¿Fue Jean Fayard el amigo que decepcionó a Adrien Aron? ¿Qué padecimientos sufrió el hermano mayor de Raymond durante la guerra? Este artículo no es una conclusión, sino el primer esbozo sobre una historia que, para ser aclarada, requiere consultar documentos depositados en París. Hasta entonces, solo puedo contar, brevemente, lo que fue de su protagonista. Adrien, como ya sabemos, vivió dedicado a la filatelia, y alejado de una sociedad en la que había dejado de creer. Un cáncer se lo llevó en 1969. «Encontró la muerte que deseaba —contaba, sobre sus últimos días, Raymond Aron—. Una vez agotados los placeres, solo, resuelto a la soledad del egoísmo, aguardó el fin no con estoicismo, sino con impaciencia, sin más compañía que su hermano pequeño, hacia el cual el cínico tentado por lo peor sentía a pesar de todo un verdadero afecto matizado con respeto. Yo también le quise».

 

Notas:

(1) Jean Samazeuilh, «Noblesse oblige», Le miroir des sports, 4 de octubre de 1927.

(2) Jean Méricourt, «Les Juifs vont payer», Au Pilori, 26 de junio de 1941.

(3) Despréaux, «Ce que nous lisons», La vie parisienne, 26 de diciembre de 1931.

(4) Sin firma, «Les lettres», L’Oeil de Paris, 2 de enero de 1932.

(5) Jean Fayard, «Qui est Hitler?», Candide, 7 de octubre de 1937.

(6) Charles Maurras, «L’esprit de la Révolution nationale», Candide, 24 de julio de 1940.

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