Condenado y torturado por el brazo represor del régimen, el cineasta Jafar Panahi (Mianeh, Irán, 1960) no ha renunciado nunca a hacer su trabajo. Este verano, cuando experimentaba un interés creciente por Irán, un país donde los templos del fuego, las torres del silencio y la poesía sufí surgen de las montañas, los desiertos y los densos bosques del norte, en la orilla del mar Caspio, aproveché para ver “Taxi Teherán” (2015), una de sus películas más célebres, donde se las ingenia para saltarse la censura que la República islámica ha impuesto sobre sus obras.
Rodada casi por completo en el interior de un taxi, un vehículo que Panahi conduce con una cámara en el salpicadero y una habilidad cuestionable, “Taxi Teherán” retrata a la sociedad iraní con una amabilidad cáustica, una receta que me recordó a algunas películas italianas y españolas, donde la caricatura se consigue estirando el absurdo. Cuando la sobrina del director se dispone a rodar un corto para un trabajo del colegio, le pide a un chico que devuelva a su dueño los billetes que acaba de recoger del suelo y guardarse con disimulo. El chaval, que viste con descuido y es pobre, no se muestra muy por la labor. Ella solo quiere cumplir con las prescripciones morales que se supone que tiene que acatar cualquier producto audiovisual, según las reglas que ha recibido de su profesora. Son las mismas que rigen en el cine iraní, donde la realidad miserable se debe maquillar hasta que se distorsione y sirva para un fin propagandístico y edulcorado.
Casi al final de la película, poco antes de que Panahi lleve a cabo el giro con el que se protege del señalamiento de las autoridades barbudas y los radicales, el taxi se detiene para recoger a una mujer sonriente, con un rostro que parece casi siempre risueño, y que sostiene un hermoso ramo de rosas entre sus brazos, que reparte a la sobrina del director y a él mismo. Cuando entra en el vehículo, parece que la luz inunda la pantalla, alcanzando los ojos del espectador. Es Nasrin Sotoudeh (Teherán, 1963), una abogada iraní y defensora de los derechos humanos, sobre todo de las mujeres y las niñas, que fue condenada a 38 años de cárcel y 148 latigazos en 2019, por desafiar a las autoridades islámicas. El pasado agosto, su marido, Reza Khandan, informó de que su esposa había decidido ponerse en huelga de hambre para “exigir la liberación de las personas presas en Irán por motivos políticos”, según informó Amnistía Internacional (AI). En el país, numerosas voces temen por las condiciones de los presos, que se ven expuestos a un contagio de Covid-19 y un padecimiento agravado de la enfermedad por las malas condiciones de higiene que tienen que sufrir en las cárceles.
De momento, la petición para que liberen a Nasrin Sotoudeh suma más de 420.000 firmas, y se puede respaldar pinchando aquí.
Como saben los lectores, el caso de la abogada Sotoudeh no es el único que exaspera los ánimos de quienes siguen la actualidad sobre Irán desde el extranjero. El sábado, se supo que el campeón de lucha libre Navid Afkari fue ahorcado por orden de las autoridades, acusado de matar a un policía durante las protestas que sacudieron el país en 2018. En este caso, AI explicó que el joven, de 27 años, había sido sometido a un proceso judicial “flagrantemente injusto”, en el que había padecido torturas que le llevaron a hacer una “confesión forzada” para detener su sufrimiento.
Una juventud escéptica
En Irán, lo cierto es que los jóvenes no mantienen una buena sintonía con la República islámica y con las estreches morales a las que el régimen pretende someterlos. Aunque crecida en Francia, donde reside un populoso exilio iraní, la escritora Maryan Madjidi (Teherán, 1980) regresa a su ciudad natal de vez en cuando. En “Marx y la muñeca” (Minúscula, 2018), un libro donde narra sus vivencias, recuerda sus viajes a la capital iraní, que conoce junto a algunos de sus familiares que no han abandonado el país. Una de sus primas le muestra una calle donde los chicos y las chicas, mediante un sistema un poco intrincado de señas, expresan su interés y acuerdan mantener relaciones sexuales sin llamar demasiado la atención. En “Persépolis” (2007), la película realizada a partir del cómic homónimo de la también exiliada Marjane Satrapi, descubrimos que muchos chavales, hijos de padres educados en el laicismo del reinado del Shah, se reúnen en las casas para celebrar fiestas y beber alcohol, con la esperanza de no ser sorprendidos por las autoridades.
“Convierten la vida en una cárcel”, se lamenta Sotoudeh al final de “Taxi Teherán”. “Pero no lo pongas en tu película, o podrán acusarte de negatividad y entonces tendrás más problemas”, añade en broma, mientras abandona el taxi y también la pantalla.
Cabe la esperanza de que algún día podamos volver a verla.
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