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Blogs Los cuatrocientos golpes por Silvia Nieto

Boris Johnson y Winston Churchill

Boris Johnson y Winston Churchill
Silvia Nieto el

Hace unos días, el primer ministro del Reino Unido, Boris Johnson, afirmó que prefería yacer «muerto en una zanja» a volver a pedir a Bruselas un aplazamiento del Brexit. La frase era llamativa por su contundencia. A mí, que ya había hojeado la biografía de Winston Churchill escrita por el «premier», me recordó sospechosamente a una que contiene el libro. Es una sentencia que Churchill pronunció para convencer al Gobierno de la necesidad de combatir a la Alemania nazi: «Si la larga historia de esta isla ha de terminar un día, que sea cuando cada uno de nosotros yazga en el suelo atragantado con su propia sangre». Johnson comentaba que el verbo encendido del líder «tory» logró prender los ánimos y que la opción de una paz con Berlín fuera abandonada. También sostenía que esa voluntad personal, la mera intervención de un hombre, había sido suficiente para cambiar el curso de la Historia.

Mi objetivo con este texto no es defender a Boris Johnson, pero tampoco voy a criticarle. Lo que pretendo es intentar comprender al personaje, o al menos a tratar de desentrañar la imagen que tiene de sí mismo. Las consecuencias de un Brexit sin acuerdo las hemos conocido hace pocos días gracias a los documentos que el Gobierno británico ha tenido que hacer públicos. Para posicionarse sobre la salida del Reino Unido de la Unión Europea, creo que es mejor leer esos papeles, que describen un escenario de desabastecimiento y conflictividad social, que lo que me dispongo a contar aquí.

A los lectores que sigan, permitidme volver al primer párrafo. Cuando Johnson pronunció su frase sobre la zanja, creo que pretendió emular la de Churchill. Desde luego, nada hay de parecido entre la Alemania nazi y la UE, nacida de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial para garantizar la paz y la convivencia de los europeos y evitar una tercera tragedia en el continente. A lo que me refiero es a que el primer ministro quiso utilizar la técnica de su antecesor en el cargo: expresarse con fuerza, de manera llamativa, para atraer el aplauso de los británicos. Leyendo la biografía de Churchill, las dudas sobre si Johnson admira al personaje se despejan desde la primera página: su pasión por él es reverencial, aunque no omite sus zonas de sombra, como la represión de las revueltas coloniales o sus comentarios lamentablemente racistas. A la vez, también asalta el sentimiento de que se proyecta en él, como si se explicara a sí mismo cuando nos cuenta la vida del hombre que pidió «sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas» para aplastar al nazismo.

Johnson nos cuenta que Churchill era un tipo excéntrico, altivo y violento, un periodista y escritor que dictaba sus textos desde una bañera y luego los corregía. No había tenido inconveniente en traicionar al Partido Conservador para pasarse al Liberal cuando le había convenido, repitiendo la operación a la inversa cuando las circunstancias cambiaron. Su propósito, labrado por la mala relación con su padre, que le había despreciado y hecho siempre de menos, era superar a la figura paterna, convertirse en un gran político y acaparar tanto poder como fuera posible. Los medios para conseguirlo le eran indiferentes. Descendiente de los duques de Marlborough -el primero de ellos fue el Mambrú de la tonadilla infantil-, había nacido en el palacio de Blenheim, lo que no le impedía realizar duros discursos en la Cámara de los Comunes donde denunciaba las condiciones de vida de las clases más humildes del Reino Unido. ¿Por qué hacía tal cosa? Johnson lo explica con claridad: Churchill era un conservador convencido de que la única forma de preservar el país que tanto amaba era mejorando la vida de sus ciudadanos. Esa era la única manera de frenar el ascenso de ideologías radicales que arrasaran con todo, incluido él mismo.

La ambición personal y el amor por el bien común se confundían en Churchill. Su sentido del humor provocaron que incluso se le atribuyeran comentarios chistosos que nunca hizo. Su excentricidad le dotó de una personalidad fuerte que le convirtió en inolvidable, más allá de la gesta militar que lideró.

Volvamos a Johnson. Por todos son conocidas las astracanadas del «premier». En una ocasión, por ejemplo, se puso a correr en calzoncillos por un campo de trigo para burlarse de un comentario un poco absurdo de Theresa May, que tuvo la ocurrencia de confesar que eso -jugar por el trigo, en concreto- era la peor trastada que había perpetrado de niña. Johnson también cultiva una imagen excéntrica, con su pelo volador y los trajes descuidados. Como Churchill, se ha dedicado al periodismo, primero en «The Times», de donde le despidieron, y luego en «The Telegraph». Creo que también piensa que ha sido elegido para cambiar el destino del Reino Unido, y que su decisión de sacar al país de la UE puede modificar el rumbo de la Historia con tanta eficacia como lo hizo su predecesor. Comparar el presente con 1940 es una frivolidad, pero no escribo sobre lo que yo pienso. Tampoco digo que Boris Johnson esté a la altura de Winston Churchill. Solo intento desentrañar el espejo en el que se mira.

Por ahora, el Brexit sin acuerdo al que no hacía ascos el primer ministro, en apariencia para negociar en mejores condiciones con la UE, no se va a producir. El Parlamento británico aprobó la semana pasada una ley que impide que la ruptura se produzca el 31 de octubre, como pedía Johnson, si no se alcanza un acuerdo con Bruselas antes del día 19 de ese mismo mes. Queda por ver si el primer ministro guarda o no un as en la manga.

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