Escribo rápido esta entrada, con el deseo de que quede registrada una impresión. Hace semanas vi «El pequeño salvaje», una película de François Truffaut estrenada en 1970. El filme, inspirado por un suceso real ocurrido a finales del siglo XVIII, cuenta la historia de Victor, un niño abandonado que ha crecido salvaje en un bosque, y al que un instructor, Jean Itard, interpretado por el propio director, intenta educar en su casa. Itard existió y recogió las impresiones de su convivencia con el chico en una memoria, un informe donde se pueden leer fragmentos tan hermosos como el que sigue, en el que describe la reacción de Victor ante una nevada:
Creo que debo recordar que la preocupación de Truffaut por los niños que sufren se puede rastrear en muchas de sus películas, siendo un tema que tiene sus raíces en su infancia, marcada por la frialdad de su madre, el desapego y el abandono. Antoine de Baecque y Serge Toubiana lo cuentan muy bien en su biografía conjunta sobre el director, donde concluyen que su sensibilidad extrema y su desequilibrio son fruto de esas primeras vivencias. Dicho esto, lo que me ha empujado a escribir sobre la película es el deseo de comentar una de sus escenas más bonitas. Para Itard, la enseñanza no solo consiste en que Victor aprenda a leer o escribir, sino en que también adquiera otras cualidades de orden ético; por ejemplo, que es el motor moral, y no la mera necesidad, el que debe poner en marcha las acciones humanas. Con ese deseo, Itard hace un experimento y castiga a Victor después de que su pupilo realice bien una tarea. Su objetivo es descubrir si el chico es capaz de rebelarse contra una injusticia, aunque esa insumisión comprometa su bienestar. Los hechos ocurrieron de verdad, y se pueden leer así en la memoria del instructor:
Es un fragmento maravilloso. Simplemente quería compartirlo, sin añadir nada más, y deseando un feliz martes a quienes hayan llegado hasta aquí.
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