Leo que los chalecos amarillos han tenido una deriva radical, quizá porque los que siguen manifestándose son los radicales que desde el principio integraban ese movimiento diverso, y me encuentro con una noticia bastante desagradable: tres de ellos, borrachos, insultaron a una anciana judía el pasado sábado, cuando la mujer compartía con ellos vagón en la línea 4 de metro de París. El primer relato que encuentro sobre el suceso es el del periodista Thibaut Chevillard, que estaba delante cuando todo ocurrió. Según su testimonio, que escribió en Twitter, los chalecos amarillos, «achispados», gritaban en el convoy y hacían la «quenelle», un saludo inspirado en el fascista y puesto de moda por un cómico llamado Dieudonné. Su espectáculo se interrumpió cuando una mujer mayor les dijo que ella era superviviente de Auschwitz y les afeó que hicieran ese gesto «antisemita». «Este es nuestro país», respondieron los individuos de indumentaria fosforescente, poniendo también en duda la existencia de las cámaras de gas. La mujer, desmoralizada, se bajó en la estación de Saint-Sulpice «cabizbaja», según el reportero.
Al día siguiente, Chevillard consiguió ponerse en contacto con la señora, que le pidió que se refiriese a ella con el nombre ficticio de Agnès. Agnès, de 74 años y carácter estupendo, le explicó lo que había sucedido, y matizó algunas partes de la historia; el periodista había presenciado los hechos, pero no los había descrito bien. La anciana comentó que fue su padre quien murió en Auschwitz, y que en ningún momento se sintió mal por la situación que había vivido en el metro. De hecho, Agnès se sentía bastante orgullosa de haber echado un rapapolvo a esos «borrachos», que no eran más que «unos gilipollas» que decían tonterías, «gente sin educación». Aunque lamentó que el resto del vagón presenciara los hechos mudo, no hizo un drama del tema; al fin y al cabo, a veces ocurrían cosas más graves, y todo el mundo se cruzaba de brazos o se callaba. Ella, además, sabía defenderse sola; y, de haber percibido un riesgo real, seguramente hubiera evitado meterse en un lío.
Desde luego, lo que le ocurrió a Agnès fue grave y violento; las palabras de esos hombres habían sido ofensivas, y el auge del antisemitismo en Francia, donde hace unos meses asesinaron a una superviviente del Holocausto, no es un tema baladí. Sin embargo, su historia me ha sacado una sonrisa, porque la anciana, con un valor sorprendente, decidió plantarse, alzar la voz y abrazar una actitud que desafiaba la estupidez insultante de esos tipos. Bajó del vagón con la cabeza bien alta y reflexionó sobre lo sucedido sin altanería: había contestado porque se lo había podido permitir, aunque sin esperar que esos «gilipollas» cambiaran de idea. Ni siquiera se planteaba denunciarles: «¡Yo estoy por encima de todo eso!».
Tengo la impresión de que Chevillard, cuando escribió la primera versión de lo ocurrido, no quiso mentir, pero cedió a las ideas preconcebidas que se puede tener sobre una mujer mayor: la debilidad y la indefensión, junto a la tristeza que se atribuye a la víctima. Una reacción así me hubiera parecido lógica, aunque celebro que no fuera la que se produjo. Con un padre asesinado en Auschwtiz, Agnès no ha debido de tener una vida fácil, pero me da la impresión de que ha convertido el dolor en una fuerza que le lleva a decir «no» a las actitudes que ensombrecieron sus primeros años. Un «no» activo y enérgico que desbarata la intención del agresor: herir al individuo, hundirlo, lograr que se esfume.
Bien por ella.
Francia