Leo las noticias francesas y no me atrevo a escribir sobre ninguna, o mejor dicho no me decido. Repaso algunos artículos sobre la muerte de Marie Trintignant, la hija del actor Jean-Luis Trintignant, que fue asesinada en 2003 por su novio, el cantante de rock Betrand Cantat. Ambos formaban la típica pareja de estrellas, célebres, guapos, y mareados por los vicios y las tentaciones que se derivan de la fama. Él, además, era un héroe de la izquierda, un músico comprometido y decidido batallador; descubro, en una página especializada sobre su grupo, «Noir Désir», que su banda defendía el «altermundismo» y el «internacionalismo solidario» frente a la «mundialización capitalista»; recuerdo lo poco que dice de nosotros la máscara de la ideología, para desgracia de ese escaparate de buenas intenciones y observaciones agudas que es Twitter, y que critico a medias, porque creo que el silencio, a veces, es un tentáculo de la soberbia. Luego me detengo en una crónica de «Le Monde», donde se cita el testimonio de Cantat durante el juicio al que fue sometido en Vilna, Lituania, la ciudad donde se produjeron los hechos: «Marie estaba en el baño. Le pedí hablar, quería arreglar un problema que había entre nosotros. Cuando le planteé la cuestión, explotó. No la reconocía. El tono subió. No comprendía nada, nada, nada de su actitud, de su rostro. Me molestó lo que acababa de decirme y entonces le pegué cuatro tortazos». Cantat levantó la mano derecha y reprodujo, en el aire, los golpes, el movimiento con el que había arrebatado la vida a la mujer, que cayó en coma y murió a los pocos días. Ahora, el cantante —la historia continúa y es larga y terrible, y no quiero entretenerme en ella— puede enfrentarse de nuevo a los tribunales por el suicidio de otra de sus parejas.
Hablemos de Rohmer.
Filmin ha puesto a disposición de sus usuarios varias películas del cineasta francés, uno de los padres de la «Nouvelle Vague». Vi, hace unos días, «Las noches de la luna llena», que trata sobre las dificultades de una joven para establecer una relación formal, incapaz de asumir los sacrificios que entraña un vínculo de ese tipo pero reacia a aceptar los inconvenientes —la fatiga, el vacío, la soledad— de los encuentros pasajeros. Como el filme es de 1984, la salida del poliamor, que por entonces, me parece, no estaba de moda, resulta imposible, y la protagonista termina inevitablemente sola, víctima de un egoísmo —«Has querido reinventar el amor sin renunciar al egoísmo», le reprochan a Jeanne Moreau en «Jules et Jim»— que la incapacita para la renuncia. No es, sin embargo, juzgada; comprendemos sus miedos, las dudas y su afán por tenerlo todo, posesión donde ubica la felicidad frente a la solución del abandono; como decía mi complicado y muy querido Mastroianni, no es fácil «hacer un gesto definitivo», dejar «los grises, los marrones, los beige».
Rohmer era un esteta. Ayer, en un artículo sobre «La educación sentimental» de Flaubert, leí:
Cuando Frédéric Moreau vuelve a París, lleno de entusiasmo por la idea de volver a ver a aquella a la que ama, la diligencia le hace pasar frente a los barracones, las tabernas color sangre de buey, las casas sucias y los seres miserables de un arrabal. La lamentable realidad que se opone a su disposición interior.
¿Cómo posicionarse ante la realidad? ¿Es ético sustraerse con delirios estetas? ¿No sufren, a la larga, mucho más daño los que eligen esa opción?
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