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Blogs Crónicas de un nómada por Francisco López-Seivane

Natal, el imperio del sol en Brasil

Natal, el imperio del sol en Brasil
Francisco López-Seivane el

Situado en el calcañar de Brasil, en el punto más próximo a Africa -¡y a España!- del continente americano, Natal goza del aire más puro de las Américas -NASA dixit-, del mayor número de días de sol al año, de las aguas más limpias y templadas del hemisferio y de las playas más extensas que uno pueda imaginarse. Muy cerca de allí, en Touros, se firmó el tratado que marcó el nacimiento de Brasil como nación, apadrinado por Américo Vespucio, quien, antes de dar nombre a todo el continente, ya había presenciado estupefacto como las mujeres potiguares celebraban un banquete antropofágico. Poco más tarde, Felipe II, rey de España y Portugal, tras expulsar a los franceses, mandaría construir una fortificación en forma de estrella en la boca del río Potanguí. Defendida por esa fortaleza, Natal fue creciendo sobre un lecho de arena.

Fuerte de los Reyes, el primer edificio de Natal/ Foto: F. López-Seivane
Natal es un arenal, magníficamente aprovechado por el turismo/ Foto: F. López-Seivane

Por alguna razón misteriosa, el mar y el viento  han convertido la prominente geografía del estado de Río Grande del Norte en un espectacular depósito de arenas finas y blancas, que se adunan y mueven como algo vivo y palpitante. El litoral potiguar es un hermoso desierto, cubierto sólo parcialmente por la lujuria de la selva, que se entrega desnudo al Atlántico, a veces extendiéndose en playas interminables, otras, cayendo dramáticamente al agua, como en Genipabú, “a duna que beija o mar”. En medio de ese litoral, junto a la desembocadura del río Potanguí, se alza Natal, capital del estado y centro neurálgico de una región turística de imparable crecimiento. Natal no posee grandes edificios coloniales, ni un patrimonio artístico digno de mención, pero las formidables arenas de su Vía Costeira, extendiéndose ininterrumpidamente desde la Playa de los Artistas hasta Punta Negra, diez kilómetros más allá, atraen a miles de turistas (con sus familias) que pueden disfrutar en cualquier época del año del clima más benigno, el mar más limpio y templado y las arenas más finas y acogedoras de toda América. Y de una tranquilidad y seguridad que la han convertido en el destino preferido (tras Fortaleza) de los propios brasileños. La Delegación de Turismo del Estado tiene a gala apostar decididamente por el turismo familiar, al tiempo que combate con determinación cualquier forma de turismo sexual que implique a niños o adolescentes.

La magnífica playa de Genipabú, donde ‘las dunas besan el mar’/ Foto: F. López-Seivane
Una caravana de dromedarios en busca de turistas/ Foto: F. López-Seivane

Que nadie crea que los encantos de Natal se agotan con el sol y la playa. Hacia el norte, los omnipresentes buguis negocian con oficio los arenales, convirtiendo las excursiones en divertidas aventuras. En Genipabú, uno de los paisajes más hermosos, dromedarios importados de Lanzarote pasean a los turistas por lo alto de las dunas, mientras jóvenes “surfistas” se deslizan por la arena en sus tablas.

Los buguis son la diversión más popular en Natal/ Foto: F. López-Seivane
Las dunas concitan también a los adeptos del surf en Genipabú/ Foto: F. López-Seivane

Más abajo, en la playa, hay quien prefiere pasear a caballo por los largos atardeceres. Un poco más allá, en la playa de Maracajaú, los amantes del buceo pueden disfrutar de hermosos arrecifes de coral antes de llegar a la Punta del Calcanhar, donde se levanta el farol más alto de América (65 metros), o a la propia Touros, ciudad histórica y cuna, como queda dicho, de Brasil.

Los paseos a caballo son otra de las diversiones más populares en Natal/ Foto: F. López-Seivane

Hacia el sur, un fenómeno genético permite contemplar en Piranguí el mayor “cajueiro” del mundo, un anacardo cuya copa se extiende por más de ocho mil cuatrocientos metros cuadrados entre ramas añosas y retorcidas, antes de llegar a la barra de Tabatinga y seguir su interminable playa hasta la Lagoa de Guarariras que, tras unas lluvias torrenciales, se encontró con el mar y ahora es visitada con frecuencia por los simpáticos “golfinhos rotadores”. Allí, un trasbordador traslada a pasajeros y vehículos hasta Tibau do Sul y Pipa, el gran centro del turismo alternativo de la región.

Todo el verde de la foto es la copa de un sólo anacardo/ Foto: F. López-Seivane
Este es el laberinto de ramas que se ve en el interior del ‘cajueiro’/ Foto: F. López-Seivane
Los buguis cruzan la somera laguna interior con sums facilidad/ Foto: F. López-Seivane

Pipa es el sitio de moda para los turistas alternativos, como Moctezuma en Costa Rica o Ibiza en España. Los primeros en descubrirlo fueron los surferos (con sus chicas), atraídos por las deslumbrantes playas de su litoral, defendidas por impresionantes “falesias”, o acantilados de arcilla roja, que dificultan el acceso y contribuyen a preservarlas en un estado semivirginal. Después, llegaros los hippies, artesanos, etc., y finalmente los turistas alternativos, amantes de las pequeñas pensiones y hotelitos, de la juerga hasta el amanecer…y de los precios baratos. Hoy en día, Pipa es un lugar de moda, con pequeños hoteles exclusivos que se asoman al mar desde lo alto de las “falesias”, con sus noches suaves, perfumadas de jazmín y bossa nova, sus terrazas y caipirinhas, su ambiente “auténtico” y tranquilo y un entreverado paisanaje de hippies, surferos y ejecutivos nostálgicos.Quienes prefieran la vida nocturna de Pipa (y su tranquilidad diurna), el Ocean View , con su jardín colgado sobre el mar, sus magníficas suites y su excelente trato es el favorito de los nórdicos (y del abajo firmante).

Las Playas de Pipa con sus característicos acantilados rojos/ Foto: F. López-Seivane
Uno de los agradables bares informales de Pipa/ Foto: F. López-Seivane
Tienda de artesanía en la bucólica Pipa/ Foto: F. López-Seivane
Centro urbano de Pipa, siempre informal y tranquilo/ Foto: F. López-Seivane
Oteando las playas de Pipa…/ Foto: F. López-Seivane

El gentilicio “potiguar”, nombre de los indígenas que habitaban la región a la llegada de los portugueses, quiere decir literalmente “comedor de camarones”, y a partir de ahí, el visitante tiene que hacerse a la idea de que el omnipresente crustáceo se encontrará profusa e inevitablemente en la mayoría de los platos que se le ofrezcan. El camarón del nordeste brasileño no es ni una gamba, ni una quisquilla, ni un langostino, aunque se parece a todos ellos, excepto en el sabor y la textura.

Para dimes y diretes: seivane@seivane.net

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Francisco López-Seivane el

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