Algo tendrá esta isla cuando los dioses la eligieron para destacar sobre las más de cincuenta que componen el archipiélago de las Cícladas, en pleno mar Egeo. En todas ellas la historia y la mitología se enredan en un abrazo indisoluble que nadie tiene interés en deshilvanar. De acuerdo con la leyenda, Mikonos es la roca que Heracles arrojó para destruir a los Gigantes. Sus primeros moradores fueron adoradores de Dionisio; en el año 426 a.c., los ateniense trasladaron los restos de sus muertos enterrados en Delos a Reneia, cerca de Mikonos, con lo que ya entonces la isla comenzó a recibir un flujo importante de visitantes todos los años.
En el siglo XIII pasó a formar parte del ducado de Naxos y, más tarde, perteneció al reino de Venecia. Durante la Guerra de la Independencia griega, a principios del siglo XIX, los mikonosinos, dirigidos por Manto Marogenius, lograron rechazar un ataque de los turcos otomanos, manteniendo la isla libre de la influencia islámica. Aunque la iglesia de Rococo, con sus coloridas cúpulas brillando junto al mar, es la más importante de todas, existen otros trescientos sesenta templos y capillas cristianos construidos en su mayoría en acción de gracias, por navegantes que lograron sobrevivir a las temibles tormentas del Egeo.
Antaño, la pequeña isla de Delos constituía el centro económico y social del archipiélago, pero en los años cincuenta, cuando comenzaron a llegar viajeros en masa para visitar sus ruinas, se produjo un fenómeno inexplicable para quienes no crean en la magia o el encantamiento: todos terminaban enamorándose de la vecina Mikonos. Así se convirtió, desde entonces, en meca de artistas. Antes era ya un centro de referencia del turismo gay internacional, lo que incluía a ricos y famosos que le prestaron el aura de exclusividad, sofisticación y permisividad que todavía conserva.
La trayectoria de Mikonos como centro turístico puede compararse perfectamente a la de Ibiza. Ninguna de las dos tiene nada especialmente destacable, sino es su magia, ese algo indescriptible que elude las palabras y encanta los corazones. En la isla del Egeo, puede que sea el clima, o las estrechas calles laberínticas que confundían a los piratas, o sus playas para todos los gustos y talantes, o acaso sus casas bajas encaladas, donde destaca la mancha azul de puertas y ventanas o, quizás, el talante abierto de sus habitantes, acostumbrados a convivir con dioses (no olvidemos que Mikonos era el hijo predilecto de Aníos, primer rey de Delos e hijo, a su vez, de Apolo) y a ver llegar extraños desde el principio de los tiempos.
En el barrio alto de Castro, los venecianos construyeron un castillo del que apenas quedan restos. En la parte baja, se encuentra la llamada Pequeña Venecia, la zona más pintoresca del pueblo, con sus casas blancas y sus preciosos balcones de madera asomados al mar, que lame sus paredes. Hoy día, muchas de esas casas se han convertido en frecuentados bares de copas que permanecen abiertos hasta altas horas de la madrugada, mientras en una plaza cercana, muy juntas, la catedral y una antiquísima iglesia católica conviven armónicamente. Y en lo alto, sobre una gran plaza/mirador, sorprende la cresta formada por los famosos molinos de viento de Mikonos, emblema de la isla.
En este barrio histórico de Chora viven los habitantes de toda la vida, aferrados a sus tradiciones y modo de vida, en perfecta simbiosis y armonía con los recién llegados, que han sembrado las calles de tiendas y restaurantes de lujo. No hay mayor placer en este deliciosos enclave que pasear al atardecer por sus callejones llenos de vida y color para descubrir los mil rincones donde siempre aguarda una sorpresa. Todo el ingenio, el glamour y el ansia de libertad de media Europa se condensan en estas calles que le hacen olvidar a uno su pasado y su futuro, invitándole a vivir intensamente la magia del presente. A prueba de crisis, ya digo.
Europa