Si la publicidad es un reflejo de la sociedad, debemos ser gente soberanamente aburrida.
Es inquietante cómo nos hemos acostumbrado a que cada bloque publicitario deje al espectador totalmente indiferente. Cada mes, decenas de producciones millonarias se van al infierno donde se retuercen los anuncios que pasaron sin pena ni gloria por nuestros salones. Una pena, pero todavía hay algo peor: Ante una crisis donde desconectamos del mundo real, encontramos el beneplácito de muchos directores creativos que se regodean en grandes festivales de sus… ¿grandes éxitos? Afortunadamente, no todo el mundo lo ve así. En uno de estos festivales pude escuchar a un insurgente anónimo que, en voz bajita y a su círculo de confianza, se atrevió a decir: “La verdad es que ya no somos atractivos. Ya nadie habla de campañas… Los niños ya no quieren ser publicistas“. Exacto. Esa es nuestra realidad actual. Y hemos llegado a este punto porque ignoramos al público general.
¿Por qué parece que hemos olvidado que el destinatario de la publicidad es siempre el consumidor final y nuestro objetivo prioritario es siempre vender? Ahora parece una especie de competición entre egos para engordar portfolios y recibir premios de la crítica por la técnica audiovisual o el estilo de grabación. Solo se ven piezas monótonas e insípidas, o superproducciones de 4 minutos que pierden el sentido cuando pasan a spots de 20 segundos. Ya no se cuentan buenas historias, no hay slogans, nadie canta jingles… ¿y qué pasa cuando los grandes ego-directores cegados por sus premios estrenan su super-pieza en los hogares españoles? Que la gente se va a mear.
Perdimos el interés de la gente porque dejamos de dirigirnos a ellos. Eso sí, Leones de Cannes a espuertas, eh. Eso que no falte.
En ocasiones, nuestra querida pero dañada industria creativa me recuerda al Titanic; Motores de 16.000 caballos empujando 46.000 toneladas de un transatlántico rodeado por el aura mágica de “insumergible” que todos nos hemos creído. Cuando el Titanic se rozó contra el iceberg, muchos de los que vieron que algo iba mal, lo obviaron. De hecho, justo después del choque, una gran capa de hielo se volcó sobre la cubierta del barco donde varios bromearon con echarlos a sus vasos de whisky. La brecha de nuestro barco ya está ahí y hay que hacerla visible. Hay que decirle a la orquesta que pare la música y busquemos volver a ser atractivos para el mundo, empezando por derrocar los egos y volver a poner al consumidor en el centro. Mucho por hacer y todo en nuestra mano, pero claro, como decía Pío Cabanillas… “Cuerpo a tierra, que vienen los nuestros“.
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