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Blogs La viga en el ojo por Fredy Massad

Entrevista a Costanza Rizzacasa d’Orsogna

Autora de La cultura de la cancelación en EE.UU

Entrevista a Costanza Rizzacasa d’Orsogna
Fredy Massad el

Nunca más apropiado que en este momento, en que las hordas enfurecidas se adjudican el poder de vetar y censurar mediante juicios sumarísimos a quien falta a o desobedece los dogmas establecidos como correctos, para leer este ensayo de Costanza Rizzacasa d’Orsogna.

Alejada de esos ánimos encendidos, airados e hipersensibles, Rizzacasa d’Orsogna analiza aquí un fenómeno, de cuyo origen fue testigo en los años en que fue estudiante en Estados Unidos, que ha devenido en pocas décadas en uno de los asuntos más delicados con los que actualmente lidia la cultura occidental.

Como la autora señala, la cancelación no sólo afecta a cuestiones de nuestro presente, sino que también actúa con furia retroactiva  y se propone reescribir la historia para acomodarla a esa ideología puritana, sin importarle lo forzada y falsaria que deba ser esa reescritura.

Un gran problema frente al que es necesario reaccionar reivindicando más que nunca la importancia del rigor y el sentido común como elementos desde los que construir el conocimiento y el diálogo. Con una actitud serena, pero firmemente crítica y exhaustivamente documentada, esto es a lo que apela La cultura de la cancelación en los Estados Unidos (Alianza Editorial).

Tu libro es importante y necesario porque nos encontramos en un momento muy delicado en lo concerniente a la expresión del pensamiento y las ideas en todos los ámbitos culturales y sociales. La cancelación es un fenómeno que arrancó hace algunos años en Estados Unidos, pero es indudable que ya ha comenzado a calar en Europa.

En efecto. Creo que en su origen, debido a la demografía y la historia de la conformación de la sociedad en Estados Unidos, la cancelación fue un fenómeno inequívocamente norteamericano, pero estamos ya empezando a ver cómo sus efectos son los mismos en todas partes del mundo, especialmente en la vieja Europa, como señalas.

Y me temo que un breve periodo de tiempo comenzará también a lastrar también las dinámicas académicas. Hace unos años nos desconcertaba leer acerca de la existencia de trigger warnings en las aulas y alarmaba la piel fina de los universitarios de la llamada snowflake generation en Estados Unidos. Ahora, ese mismo tipo de situación ha dejado de resultar tan impensable aquí.

Los sistemas de educación privada en Europa son distintos a los de Estados Unidos. Allí deben hacer frente a los elevados precios de la educación superior. Otro factor es la vida del campus propia de la universidad estadounidense. Aquí no existe esa misma cultura de la cancelación, pero sí estamos empezando acercarnos a ello en lo que respecta a toma de conciencia y sensibilización.

De todas formas, algo que me gustaría mucho dejar claro desde el inicio es que yo estoy convencida de que todo este fenómeno comenzó con las mejores intenciones. Creo también que he escrito este libro desde la posición más adecuada para ello. He dedicado muchos años al estudio del tema de la cancelación, trabajando simultáneamente sobre el tema de la diversidad. Así que, situada en ese punto en la mitad, he estado observando diversos fenómenos y muchas equivocaciones, tanto de la izquierda como de la derecha, porque la verdad es que lo que presento en el libro es la historia de dos errores.

¿Lo percibes entonces como un fenómeno que se desvió de un buen punto de partida?

Me mudé de Italia a Estados Unidos en 1991. Fui a estudiar a la Universidad de Columbia, que era por entonces el centro neurálgico del movimiento de corrección política. Yo estaba allí en aquel preciso momento, por eso puedo asegurar que era algo que partía de absolutas buenas intenciones: denunciar el gran error que supone faltar al respeto a cualquier persona.

¿Cómo ha ido adquiriendo paulatinamente un carácter tan beligerante e intolerante?

Yo pertenezco a la Generación X. Para hacer este libro he hablado con millenials y miembros de la Generación Z. Estos últimos tienen una percepción de las etiquetas muy diferente de la que tenemos aquellos que pertenecemos a la Generación X. Para nosotros, las etiquetas no eran tan importantes. Por supuesto, había algunas, pero no sentíamos esa desesperada necesidad de auto-definirnos a través de ellas.

La cuestión es que, al intentar ser lo más inclusivos posible, acabamos estrechando muchísimo la manera en la que queremos auto-definirnos. Las definiciones pueden ser muy valiosas, pero también restrictivas. Dicho esto, comprendo perfectamente el afán de la gente joven por disponer de etiquetas que les ayuden a definirse. Hace poco asistí a un debate donde participaban jóvenes LGBTQ+ que manifestaban que no les es posible reconocerse bajo las definiciones que establecieron aquellos hombres y mujeres que lucharon por sus derechos civiles en los años 70 y 80. Los jóvenes de hoy reivindican la necesidad de nuevas palabras y es algo que apoyo completamente, ya que ¿cómo aceptar ser llamado algo que uno no desea? Debemos respetar y llamar al otro tal como este desea ser llamado.

La cancelación es un fenómeno con muchos hechos que están sucediendo hoy y que, como digo, algunos de ellos son muy específicos de la sociedad estadounidense y eso es lo que, a mi parecer, nos ha acabado abocando a este estadio desastroso en el que ahora mismo nos encontramos. Con mi libro he tratado de examinar cuáles han sido sus errores, que no han dejado de acumularse.

Describías antes este fenómeno como la historia de dos errores. Un error que se está cometiendo tanto desde posturas ideológicas de derechas como de izquierdas. En el mundo occidental capitalista la censura ha sido vista tradicionalmente como una maniobra de control ideológico empleada por la derecha, pero hoy la izquierda, a través de la cancelación, está también ejerciendo su propia forma de censura.

La derecha carga sobre sí una historia más larga de actos de censura, pero en los últimos años hemos empezado a ver a la izquierda emplear los mismos métodos.

Un ejemplo de esto lo ofrece el caso de la escritora Jeanine Cummins, que tuvo que hacer frente a una virulenta controversia en Twitter y otras redes sociales a propósito de su libro American Dirt, el cual ofendió a muchas personas por el retrato que Cummins, emigrante ella misma, presentaba de los emigrantes mexicanos. Antes del escándalo, el libro había sido promocionado por Oprah Winfrey, ocupó el primer puesto en la lista de libros más vendidos del New York Times…En resumen, recibió muchísima atención mediática. Sin embargo, luego resultó que el libro no era tan bueno. El clásico bluff, todos sabemos bien cómo funciona el mercado editorial. Comenzaron a señalarse las incongruencias que contenía, algo que puede tener sentido cuando se reseña una obra de otro género, pero si estamos hablando de una novela, de ficción, posiblemente haya que dar un poco de manga ancha al autor. Sin embargo, aquí llevaron a que la autora comenzase a recibir graves amenazas y, como consecuencia, la editorial decidiera cancelar el libro. Es gravísimo que las cosas puedan escalar hasta el nivel de violencia verbal al que en este caso llegaron, haciendo además que se perdiera totalmente de vista el foco de la cuestión.

¿Ha instaurado la cultura woke un nuevo tipo de dogmatismo, una especie de forma laica del fundamentalismo religioso?

No me gusta la frase «ya no se puede hablar con libertad», que hoy escuchamos con tanta frecuencia. No obstante, hay momentos en los que esto se vuelve incontestablemente cierto porque no puede decirse algo que suponga mostrar oposición a determinada idea, hay que formular algunas cosas de una manera única y muy concreta… Por supuesto, no vamos a exagerar comparándolo a la Inquisición, pero sí me parece que el problema radica en el método con que muchas cosas hoy están siendo sometidas a una persecución que podemos calificar de opresiva.

Hoy, la totalidad de nuestras vidas se encuentra en las redes sociales. Si se nos cancela en ellas de manera violenta, la totalidad de nuestra vida es cancelada de facto. Y no es algo que le suceda únicamente a los famosos, sino a cualquier persona anónima. Se han dado casos de personas a las que un comentario en su perfil de Twitter les ha costado convertirse en parias sociales. Anne Applebaum publicó en The Atlantic un ensayo brillante sobre cómo discurren las fases de ese proceso: ataque, ostracismo, pérdida de empleo…Es comparable a un juicio, pero donde no hay juez alguno.

Como decía antes, la derecha tiene una larga historia como censora, pero la izquierda está replicando hoy muchos de sus métodos y la consecuencia está siendo que hemos entrado en una especie de persecución mutua, donde un lado censura al otro. Y es un problema muy serio, no sólo porque estemos perdiendo libros, autores…, sino porque la hipocresía campa a sus anchas. Debemos decir cosas sensibles, empáticas y bienintencionadas y, a la vez, debe parecernos bien vomitar agresividad contra el que discrepa, el que opina de manera distinta.

Y además, ¿a quién le corresponde dictaminar si un autor tiene que ser necesaria y obligatoriamente una buena persona? Es algo que no tiene ningún sentido esperar. Es absurdo querer poner a alguien en lo alto de un pedestal.

Hace un par de años, un grupo de activistas llevo a cabo en el Museu Picasso de Barcelona una acción con la que señalaron a este artista como misógino y maltratador. El dilema respecto a si se debe o no trazar una división entre individuo y obra no es nuevo, pero actualmente adquiere una particular virulencia la postura que considera que la moral de un  individuo y su producción creativa son indisolubles. Un ejemplo muy reciente lo proporciona el caso de Woody Allen, alguien que ha sido tenido por uno de los mejores cineastas de nuestro tiempo y que hoy está cancelado.

Ese es justamente el punto clave de mi libro. Has citado ejemplos contemporáneos, pero es que también están siendo canceladas figuras de la Antigüedad clásica. Quizá lo que deberíamos ver claro es que hemos evolucionado. Hay comportamientos que, por toda una serie de razones, se consideraron aceptables en un determinado periodo y, sin embargo, hoy estamos señalando a personas con el dedo por haber tenido comportamientos y actitudes que en su época eran absolutamente comunes.

En mi libro abordo el caso de Philip Roth. Un tema que, personalmente, como mujer, me ha resultado muy difícil digerir ha sido enterarme por la biografía escrita por Blake Bailey que en los años 70 Roth escogía a alumnas antes por su atractivo físico que por el interés y aptitud para los estudios que demostraran. Es algo desagradable, pensemos en la cantidad de talentos que se deben haber echado a perder a causa de ese comportamiento que privó a muchas y muchos jóvenes de una importante oportunidad académica. La conversación que tuve con Blake Bailey me hizo ver que en aquel entonces no era en absoluto infrecuente que profesores y alumnos mantuvieran relaciones sentimentales y sexuales. Y, si lo pienso, también sucedía en los años 90, cuando yo estaba en la universidad. Eran asuntos que se manejaban con discreción y que no eran tomados como situaciones de acoso o abuso sexual. La actitud de la sociedad ante ese tipo de relaciones era muy distinta a la actual. Por esa razón me parece fundamental tener en cuenta el contexto antes de enjuiciar a nadie.

Sí, por supuesto que Philip Roth era un misógino, pero no era una excepción entre los escritores del siglo XX. Estamos etiquetando a individuos del pasado bajo estándares contemporáneos y eso es un inmenso error, que hace asimismo que esas etiquetas estén vacías de significado.  Dicho esto, pienso que hay incuestionables errores que la sociedad occidental ha cometido en siglos pasados, como el colonialismo y la esclavitud, y soy absolutamente partidaria de que hoy se les ofrezcan reparaciones financieras a aquellos países que las sufrieron.

Mark Twain, otro de los escritores de los que hablo en mi libro, fue un pionero en la reivindicación de este tipo de compensaciones.

No obstante, actualmente se le acusa de racista.

Es absurdo que alguien tan absolutamente anti-racista como él lo fue hoy esté siendo presentado como tal por el hecho de haber escrito profusamente la palabra «nigger» en Las aventuras de Huckleberry Finn. Se olvida que, al igual que Las aventuras de Tom Sawyer, jamás fue concebido como un libro para niños. Es un libro con ironía socrática, escrito para adultos.

Es un agravio acusar a Mark Twain de racista, ya que él costeó los estudios universitarios de Warner Thornton McGuinn, el primer afro-americano licenciado en Derecho, y contrajo matrimonio con la hija de uno de los principales abolicionistas de aquella época. Tal vez el Mark Twain de 8 años, criado en el sur de los Estados Unidos, tuviera ideas similares a las de Huck Finn; sin embargo, nunca deberíamos incurrir en el error de asimilar el personaje al autor. El autor de ese relato es el Mark Twain adulto, de cuya postura anti-racista hay sobrada constancia; por ese motivo, acusar de racista a quien fue justamente la primera persona que reivindicó la restitución por esclavitud, uno de los pilares del actual movimiento Black Lives Matter, es algo totalmente ridículo.

Y, lamentablemente, hay muchos más ejemplos de incomprensión, de persecución a la persona equivocada. Hace poco leí un artículo donde se planteaba que Steven Spielberg, que es judío, nunca debería haber rodado La lista de Schindler, ya que, dado que su protagonista no es judío, se trata de un acto de white-saviourism. Es otro despropósito, ya que hubo muchísimas personas que ayudaron a los judíos durante la Segunda Guerra Mundial y que Israel ha reconocido como «justos». Sí, por supuesto que considero necesario que haya películas que ofrezcan la perspectiva judía sobre este periodo, pero a mis ojos eso no hace menos absurda esa acusación contra  La lista de Schindler. Otro ejemplo vinculado al cine: los ataques recibidos por la Helen Mirren, una actriz británica, por interpretar a Golda Meir, una política judía. Es cierto, seguramente hay que reclamar una mayor diversidad de perfiles en el mundo de la interpretación, pero estos ataques no tienen nada que ver con eso porque a lo que se oponen es precisamente a la sustancia esencial del hecho de actuar: ser actor consiste en dejar de ser tú para encarnar a otro.

Sí, sin duda hay muchas cuestiones a pulir y reparar en nuestra sociedad latiendo detrás de cuestiones aparentemente inofensivas o secundarias, pero la susceptibilidad respecto a determinadas cuestiones está culminando en la toma de posturas absolutamente extremistas. ¿Cómo hemos llegado a este punto en que se da la razón a argumentos obtusos, a la hegemonía de esa literalidad cerril?

Yo diría que por un lado es algo que se debe a la hipocresía, en tener más interés por la apariencia externa que por el contenido. Esos exaltados que atacan furibundamente un libro normalmente no lo han leído.

Creo que también tiene que ver con eso que Jonathan Haid y Greg Lukianoff denominan «safetism» en su libro The Coddling of the American Mind: How Good Intentions and Bad Ideas Are Setting Up a Generation for Failure, donde, entre otras cuestiones, abordan el tema de la evolución de los padres.

En las décadas de los 80 y 90 se daba aquel modelo llamado «padre y madre helicóptero», aquel tipo de progenitor que siempre estaba sobrevolando a sus hijos y actuando como el escudo que los protegía de cualquier problema u obstáculo con que se toparan. El modelo actual es el llamado «padre y madre cortacésped», una imagen muy propia del imaginario estadounidense y muy atinada porque, al igual que un cortacésped, este tipo de progenitor se ocupa de retirar el obstáculo antes de que llegue el niño, dejando así completamente limpio el camino que este va a recorrer. El niño ni siquiera se figurará que ese obstáculo existe. Es una dinámica que, claramente, no prepara a un niño para la vida. Un ejemplo de esto es esa decisión de suprimir las notas para evitar que los niños y los adolescentes se angustien por las posibles malas calificaciones. Concuerdo: un número es sólo un número y puede no estar siendo un reflejo real de los conocimientos y capacidades de un estudiante; propongamos pues otro concepto de evaluación, pero sin olvidarnos de que también vamos al colegio a recibir educación para la vida. Si uno no aprende a afrontar la frustración que causa una baja calificación cuando está en el colegio, ¿qué le aguarda cuando en la edad adulta deba hacer frente a situaciones más complejas y duras?

Dicho esto, hay que recalcar que, antes que el colegio, son los padres quienes deben educar a los hijos. Nosotros, la Generación X protestamos por ser los hijos de los boomers, una generación extremadamente consumista y hedonista y que nos dejó creciendo delante de la televisión. Sin embargo, el modelo actual resulta peor, con padres y madres imponiendo prohibiciones en pro de la buena formación de sus hijos desde premisas totalmente ideologizadas. Por ejemplo, el movimiento Moms for Liberty ha pedido la cancelación de libros de autores afro-americanos y LGTBQ+.

No se debería tener miedo de los libros. Los libros ofrecen un territorio que debe estar lo más abierto posible a los niños y adolescentes. En la sociedad actual es normal que un niño o una niña de 10 años se tope con temas y situaciones que le lleven a hacerse preguntas acerca de sí. Entonces, ¿por qué no contar con esos instrumentos que ayudan a pensar, a sentir que uno no está solo, parafraseando a C. S. Lewis? Los libros, sobre todo en épocas oscuras, nos ayudan a entender que no estamos solos, que nada más somos una de tantas personas que están experimentando una determinada vivencia.

Además de hipocresía, creo que hay una marcada intención de puerilizar el pensamiento. No sólo el de los niños y adolescentes, sino el de los adultos. En esa literalidad y susceptibilidad que empuja a la intolerancia y la cancelación hay un importante sustrato de incultura y de inmadurez que llega al punto de querer negarse a asumir la complejidad de lo humano, las luces y sombras que son parte natural de todos los seres humanos.

Exactamente. Lo que hoy está prohibido es la complejidad, tanto por la derecha como por la izquierda.

La derecha está llevando a cabo algo absolutamente aberrante. En Estados Unidos siempre se parapetan tras los padres fundadores o la bandera, pero ahora quieren evitar reconocer que esos padres fundadores fueron esclavistas. Se ha llegado al punto de plantearse remplazar el término «esclavismo» por el de «transferencia», es decir, sugerir que todas esas personas no fueron arrancadas de sus países para ser vendidas y compradas, sino que eran ‘migrantes’ que fueron transferidos de un lugar a otro.

En esta negación de lo que son hechos e historia tampoco se puede decir que los estadounidenses tuvieron campos de concentración donde encerraron a mujeres y niños asiático-americanos durante la Segunda Guerra Mundial. No es un hecho que llegara a alcanzar la magnitud de la esclavización de personas procedentes de África, pero es un hecho que no debe caer en el olvido.

Hoy el racismo en Estados Unidos es otro grave problema y está tomando una particular expresión en lo que respecta a los asiático-americanos. Tampoco se puede decir que los estadounidenses tuvieron campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial en los que mantuvieron cautivos a mujeres y niños asiático-americanos. No es algo que alcanzara la magnitud de la esclavitud de afro-americanos, pero es un hecho que no debe caer en el olvido. Sin embargo, persiste esa actitud hipócrita que los lleva a afirmar que América nunca ha hecho nada malo y que lleva a la cancelación: hay que eludir temas como la esclavitud o Hiroshima y Nagasaki, como si fueran cosas que nunca sucedieron.

Y el ataque a monumentos que conmemoran determinados acontecimientos o figuras históricas, como Cristobal Colón.

Es otro gesto más de hipocresía porque, si tal es la preocupación y ofensa por lo considerado una invasión, ¿por qué entonces no atender a los problemas que están afectando hoy a los nativos americanos? Entre ellos se dan las tasas más altas de alcoholismo, de desempleo, de analfabetismo. ¿Por qué no afrontar la solución de esos problemas en lugar de poner etiquetas y tirar abajo estatuas? Esas personas están en reservas, empobrecidos. Si realmente se quiere reivindicar justicia, ¿por qué se habla únicamente de esos aspectos totalmente superficiales? Puedo entender que quieran etiquetarse determinadas cuestiones, pero lo crucial es solventar los problemas. Los problemas reales. Es igual que afirmarse como feminista por llevar una camiseta con un determinado eslogan.

¿Tienen algún verdadero poder esos eslóganes y banderas o se reducen en, como señalas, a herramientas para posar ideológicamente como algo?

Debemos luchar firmemente contra realidades como son la desigualdad de las mujeres y la persecución de la homosexualidad en numerosos países. Mujeres, homosexuales y personas trans han sufrido discriminación y violencia durante muchísimo tiempo, por eso doy mi pleno apoyo a la bandera arco iris, a la celebración del Día del Orgullo Gay. Es importantísimo poder situarse frente a la sociedad y proclamar abierta y orgullosamente qué se es, porque durante muchísimo tiempo muchas personas no han tenido la libertad para hacerlo. Pero ponerte una camiseta con un eslogan no te convierte automáticamente en un combatiente, serlo verdaderamente depende de que tomes acción para que todos esos cambios se produzcan dentro de la sociedad.

La lucha por los derechos civiles no debe detenerse jamás pero, insisto, la cancelación no tiene nada que ver con esa lucha, sino con la hipocresía.

¿Anticipas algún final para esta cultura de la cancelación?

Se acabará, pero antes de acabarse aún se volverá más virulenta. Como decíamos al comienzo, el pensamiento en Europa también está polarizándose. Hace dos años, cuando comencé a redactar el libro, yo hubiera afirmado que esa polarización que existía en Estados Unidos era algo que jamás podría llegar a suceder en Europa. No obstante, hoy confirmo que esa polarización se ha instalado aquí y está plenamente patente en el hecho de que se ha vuelto imposible debatir determinados temas.

Un rasgo positivo de la educación norteamericana era considerar el debate como herramienta, algo que enseñaba a dialogar sobre un tema sin llegar a la confrontación o la pelea. Sin embargo, de repente, el interés por la confrontación se ha impuesto sobre la voluntad de debatir. No se ve al otro como alguien que ha adquirido conocimiento a través de otras fuentes y otras experiencias y con quien puedo confrontar mi propio conocimiento para así enriquecerlo. Hoy nadie quiere ver el otro lado, asusta la posibilidad de tener que hacer algún ajuste al propio pensamiento.

He usado a veces el concepto «hooliganización» para definir esto.

La opinión propia se defiende violentamente hasta la muerte, incluso si eso supone acabar con la vida del otro.

Actualmente en Twitter no existen las mismas persecuciones que se dieron entre 2014 y 2021. Esto no significa que no sigan produciéndose en otros ámbitos o mediante otras estrategias y métodos. Como digo, creo que las cosas empeorarán antes de llegar a su fin, y esto además lo refuerza el hecho de que muchísimas personas no leen en profundidad ni críticamente. No se leen libros y se cree que un artículo que exige dos minutos de lectura proporciona toda la información indispensable sobre un asunto. Entonces, ¿hacia dónde vamos si no ahondamos en nada?

Mi libro no parte de fuertes convicciones de izquierdas o de derechas y no es tampoco un libro donde presente opiniones, sino investigación. Quería averiguar cuál era el origen de todo este fenómeno y cómo hemos llegado a este punto. A lo largo de ese proceso, he introducido mis propias opiniones, pero hoy en día la gente espera opiniones taxativas y que sean exactamente las mismas que ellos tienen, ignorando las que difieran. Sin embargo, poder abrazar una gran diversidad de opiniones es justamente el fundamento del acto de estudiar.

Se cae en el fundamentalismo, como sucede con la ideología woke.

Que además acaba perjudicando a aquellos que dice querer ayudar. Cualquier lingüista afro-americano confirmará la estupidez que representa nuestra apropiación de la palabra «woke», que tenía un sentido muy concreto dentro de la cultura vernácula afro-americana y fue después utilizado por el movimiento por los derechos civiles en los años 60. La utilización que hoy se hace de ese término lo distorsiona, lo ‘blanquea’, y lo ha vaciado de significado. Primero fue usado por la izquierda que, posteriormente, ha dejado de usarlo porque se ha convertido en el término usado por la derecha para denigrar a la izquierda.

Conceptos como «woke» y su desarrollo son complejos y la consecuencia es que creemos que una palabra significa algo, cuando en realidad ha acabado significando algo. Estos conceptos son complejos para el ciudadano medio americano, imaginemos para un lector italiano o español, cuya lengua materna es otra y además pertenece un distinto contexto cultural y de repente se enfrenta a ellos. Hoy todos nos desenvolvemos con mayor menor soltura en inglés, pero esas palabras son complicadas porque, como digo, su proceso de evolución los ha llevado de una esfera política a otra y su significado e implicaciones se han transformado. Si se ignora ese desarrollo, puede ser un término que lleve a gran confusión, como ahora mismo podemos comprobar que está sucediendo.

¿Has sufrido tú misma la cancelación a raíz de la publicación de tu libro?

Lo cierto es que no. Tengo un segmento amplio de lectores, ya que también escribo ficción, libros infantiles y una columna sobre cultura norteamericana para un periódico. En Italia el libro ha sido sobre todo reseñado por profesores de Historia, que en su mayoría lo han valorado positivamente. No obstante, sí que espero algunas reseñas negativas cuando se publique en inglés.

Que quizá provengan de personas que quizá ni siquiera hayan pasado de la cubierta del libro.

Quienes en Italia sólo se han quedado en la cubierta lo han acusado de ser «un libro de derechas», lo cual no es en absoluto cierto, pero es lo que está inevitablemente destinado a suceder en estos tiempos en que la gente apenas lee.

 

Costanza Rizzacasa d’Orsogna, La cultura de la cancelación en Estados Unidos, Alianza Editorial, 2023.

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