A Félix, mi hijo, de dos años, sólo le gustan las películas que ya ha visto, y cualquier sugerencia para que cambie lo ya visto por algo nuevo la recibe con desagrado. Nemo ha dado más vueltas en el deuvedé que una corteza en la boca de un viejo (aunque la primera vez se negaba a quitar Heidi o Marco para poner Nemo)… Lo mismo le ha ocurrido con otras, y la última de ellas, Shrek, que no había modo de cambiársela por el Rey León. Finalmente, lo conseguí, y habremos visto una diez o doce veces Shrek durante este fin de semana largo y tendidos. Mi próximo paso es cambiarle la uno por la dos (y con buen criterio, se negará)… Pues, como Félix, todos: preferimos un ‘Déjà vu’ que adentrarnos en supuestas aventuras y descubrimientos. Y por eso la película de Tony Scott tiene tanto éxito: hasta el título tranquiliza al espectador. Y naturalmente, da lo que ofrece, algo ya visto, que se sabe uno al dedillo, aunque, curiosamente, se cuente una historia nunca contada y con posibilidades más amplias. Pero, Scott, siguiendo punto a punto todo el programa de tópicos habituales consigue hacer de esa historia especial algo completamente vulgar. No quisiera tampoco exagerar con la materia prima narrativa: tiene algún punto insólito, pero en su esencia es tan intragable como la comida de cuartel. Y dándole vueltas a todo ello, como un deuvedé o una corteza, uno se percata en la gran contradicción que contiene: nos gusta la novedad, lo nunca visto, la aventura…, pero nos arropamos con lo previsto, lo que no nos va a descolocar, lo que su comprensión ya no es una amenaza. He de reflexionar más sobre esto, porque probablemente en ello está el origen de muchas de nuestras disputas a propósito de Bergman, Antonioni, Kieslowski, el cine oriental, el iraní o David Lynch… Y he aquí que de este modo y manera hemos venido a mezclar a Nemo, Antonioni, Heidi, David Lynch, Shrek, Wong Kar-wai, mi hijo Félix, las corrientes críticas más diversas y el cine taquillero…