Estos días, en prácticamente todo occidente, millones de personas cuentan historias de miedo y leyendas aterradoras. El miedo es una parte fundamental de Halloween, una de las fiestas estadounidenses por antonomasia que Hollywood ha exportado a cientos de países y, que en realidad, ni siquiera tiene su origen en Norteamérica. La gente se disfraza para pedir caramelos o salir de marcha, siempre basándose en personajes aterradores del imaginario colectivo. La locura ha llegado hasta tal punto que las empresas de disfraces han tenido que pactar no hacer trajes inspirados en criminales reales. Es el caso del asesino en serie estadounidense Jeffrey Dahmer, cuyo terrible pasado delictivo ha recogido el cineasta Ryan Murphy en una nueva serie. Miles de personas planeaban disfrazarse de este criminal en una especie de psicosis colectiva. Afortunadamente, lo van a tener difícil.
En numerosas ocasiones la televisión ha ficcionado historias basadas en auténticos criminales. Casos atroces como el de Dahmer han recogido audiencias millonarias. La gente tiene interés en conocer estas historias, quizás para que no se repitan, pero aunque la cultura pop de los 90 las pusiera de moda, los asesinos en serie han existido desde que hay registro de la humanidad.
Hoy en día estamos hartos de escuchar todo tipo de sucesos en radio y televisión, pero en el siglo XIX no era nada habitual conocer historias tan sangrientas más allá de lo que se contaba en las ciudades. La búsqueda del impacto desde los medios modernos estaba muy lejos de convertirse en una obsesión para los periodistas, pues era una sociedad en la que todavía faltaba mucho para que la prensa conociera el amarillismo. Pero los diarios de aquella época se hicieron eco del que acabó siendo el primer crimen mediatizado en España. A finales de los años 80 del siglo XIX todo el mundo hablaba del misterioso asesino de la calle Fuencarral.
Una imagen aterradora
Doña Luciana Borcino era vecina del centro de Madrid. Vivía desde hacía años en el número 109 de Fuencarral. Había pasado toda una vida con su marido, Vázquez Varela. Cuando él murió, la viuda solo tenía la compañía de su mascota y de una sirvienta humilde, Higinia. La mañana del 2 de julio de 1888, los vecinos se levantaron asustados al ver que el edificio estaba envuelto en un denso humo. De la ventana del dormitorio de doña Luciana salían llamas. Cuando la policía se persona en la vivienda se encuentra una imagen aterradora. El cuerpo de la viuda, cubierto de petróleo, ardía sin parar. Higinia estaba inconsciente en otra habitación, la habían drogado.
El asesino de la calle Fuencarral no quemó viva a su víctima, antes le asestó varias puñaladas. Nadie entendía qué había podido pasar. Doña Luciana llevaba una vida tranquila, no tenía deudas, pues era una señora muy acomodada y querida en el barrio, entre otras cosas, por su solidaridad con los más necesitados. Precisamente, el hecho de ser un crimen tan sumamente aterrador, atrajo a los periodistas que, rápidamente, se hicieron eco de la noticia provocando un shock nacional. El asesinato llegó a ser incluso del interés de políticos y aristócratas.
Los inspectores de policía, entonces engalanados con bicornios, trajes oscuros abotonados y gemelos en sus mangas verdes, tomaron declaración a la que podría haber sido la única testigo de los hechos: Higinia. Esta culpó reiteradamente al hijo de la asesinada, asegurando incluso que la obligó a ella a comprar el petróleo. Pero el primogénito de Doña Luciana no estuvo la noche de los hechos en el escenario del crimen. La sirvienta se convierte en la principal sospechosa ante el supuesto engaño que dijo a los agentes. Rápidamente, la crónica negra traslada a todos los estratos de la sociedad estos hechos y los madrileños se dividen entre los que creen la versión de la criada y los que la culpan del crimen. En los cafés no se hablaba de otra cosa, tanto es así que, incluso Benito Pérez Galdós, recoge este episodio en sus Obras Inéditas.
La joven fue a juicio
Higinia se convirtió en la mujer más señalada de aquella España pero para muchos la hipótesis de que era la asesina no se sostenía. La joven fue a juicio y, la deliberación del tribunal mantuvo a los madrileños intrigados durante meses. Finalmente, la declaran culpable. Según el fallo, el objetivo era robar el dinero de doña Luciana. La condenan por robo y homicidio a pena de muerte. Higinia es ejecutada en el garrote vil el 18 de julio de 1890. Tenía 28 años. Casi 20 mil personas acuden a presenciar la ejecución. Justo antes de morir, esta se dirigió a su mejor amiga y le dijo: “¡Dolores, 14 mil duros!”, una frase inquietante a la que los investigadores no dieron mayor importancia. Caso cerrado ¿o no?
Había muchas dudas sobre la culpabilidad real de la sirvienta. No cuadraba que ella apareciera drogada o que, para robar, acuchillara con saña a su señora y quemara el cuerpo en la propia vivienda y sin marcharse de la misma. Años después, el hijo de doña Luciana fue declarado culpable del asesinato a una prostituta de la calle Montera. Le condenaron a 14 años de prisión. Esto hizo que la tesis de que el hombre cometió un matricidio años antes cobrara fuerza pero, en realidad, cuando murió su madre, él se encontraba en un calabozo por haber robado una capa. Por lo tanto, el asesinato de Doña Luciana sigue siendo un misterio.
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