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Blogs Puentes de Palabras por José Manuel Otero Lastres

Los aduladores y los hinchapelotas

José Manuel Otero Lastres el

Hace algunos años leí una frase, cuyo tenor textual no recuerdo, pero que venía a decir: la adulación es moneda falsa que empobrece a quien la recibe. Me pareció un pensamiento interesante, porque pone el acento en los efectos de debilitamiento que produce la lisonja en el alabado. Sin embargo, en el conjunto de la acción de adular, más que el acto en sí, sus efectos en el halagado o la actitud del adulador, lo que invita a la reflexión es la actitud que adopta el exaltado respecto del que le hace la pelota. Sobre todo si se compara, como más adelante se verá, con la del criticado respecto del criticador.

Si adular es hacer o decir con intención, a veces inmoderadamente, lo que se cree que puede agradar a otro, no cabe duda que ser alabado, lejos de molestar, gusta sobremanera. Lo que ocurre es que cuanto mayor es el poder del adulado, en mayor medida aumenta la falta de moderación de los aduladores y su número. De tal suerte que la adulación acaba por convertirse en el aire que respira el poderoso, el cual queda sumido en tal el estado de “autosatisfacción” que -y esto es lo que me interesa subrayar- se fija más en el halago que en la persona del adulador. Incluso en los casos más extremos de sonrojante pelotilleo, el adulado tiende a ser benevolente con el zalamero, al que todo lo más le hace un ligero reproche por su exceso verbal, si bien no deja de pensar que, en el fondo, el halago es cierto y merecido.

Con respecto a la crítica, hay otra frase de Antonio Machado en su Juan de Mairena que viene muy a cuento: la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero. Pensamiento que destaca la objetividad de la verdad, por encima del sujeto que la exprese. La crítica, entendida como la censura de las acciones o la conducta de alguno, cuando es fundada, tiene la dimensión objetiva de la verdad y parece el reverso de la adulación. No se trata ahora de oír lo que agrada, sino justamente lo contrario: la reprobación de lo mal hecho.

Precisamente por ello, y por contraste con la adulación, cuanto más poder tiene el criticado, menor es el número de los que lo critican. A nadie le gustan los reproches y mucho menos a los que viven contagiados por la enfermedad de la alabanza desmesurada. Por eso, la crítica no sólo les sorprende por inhabitual, sino que les molesta porque es un humo viciado en el aire de adulación que respiran. El criticador se convierte por ello en un ser del que conviene apartarse, un verdadero hinchapelotas, porque es perjudicial para una atmósfera repleta de vanidad y soberbia.

No debe resultar extraño, pues, que, ante las críticas, el criticado, al contrario de lo que sucede con la adulación, se fije más en el criticador que en el reproche efectuado. Más que comprobar el grado de fundamento de la censura, el criticado tiende a buscarse una disculpa en la persona del reprobador. Piensa que quien lo critica es el porquero de Agamenón, por eso repele la censura por el sólo hecho de venir de un ignorante o de un enemigo. A diferencia de lo que sucede con la adulación, el poderoso criticado jamás es benevolente con el criticador y nunca piensa que puede ser verdad lo que le ha dicho, sino un reproche fruto de la envidia.

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