Era la primera noche que había pasado en aquel país Centroamericano y con el cambio de horario se había despertado muy temprano. Tenía toda la mañana por delante y era la única, en los tres días estancia en aquel lugar, que no le habían ocupado con actividades profesionales.
Después de desayunar un plato abundante de fruta tropical, un par de huevos y café negro, todavía disponía de cuatro horas antes de que lo vinieran a recoger al magnífico hotel en el que se hospedaba para ir a almorzar. Y decidió dar una vuelta por los locales comerciales de la planta baja.
Se tomó las cosas con calma y fue deteniéndose en los escaparates de las tiendas, una parte de las cuales eran de prendas de vestir y de artículos de jade. Casi al final de pasillo se topó con una barbería y como tenía el pelo bastante largo decidió entrar.
El local estaba vacío, pero no tardó en salir un hombre mayor, perfectamente aseado, con un rostro que reflejaba serenidad, el cual le preguntó si deseaba cortarse el cabello. A lo que el desocupado huésped respondió afirmativamente.
No tardaron en iniciar la conversación. El peluquero le contó que llevaba sesenta y un años cortando el pelo. Había empezado a trabajar con dieciséis años en la mejor barbería de la ciudad con cuatro grandes maestros y había sido aprendiz con ellos hasta que pudo instalarse por su cuenta. Tras unos pocos años ejerciendo el oficio de manera independiente había entrado en aquella cadena hotelera en la que desde entonces venía prestando sus servicios de manera ininterrumpida.
La conversación se fue animando y la ausencia de clientes a la espera permitió que el peluquero desarrollara su prestación con detenimiento. Tuvo tiempo de decirle que para él cortar el pelo más que un oficio era un arte y que, a pesar de que hacía bastantes años que podía jubilarse, iba cada día a la peluquería con la pasión de los primeros años ya que no había otra cosa mejor en que emplear el tiempo que en esculpir con esmero el cabello de sus clientes.
En el plano personal, confesó que llevaba cincuenta y cinco años casado con la misma mujer, y que daba gracias a Dios por la felicidad que le proporcionaba aquella inseparable compañera. Y que debía tener buena genética porque había sufrido dos operaciones, de cierta seriedad, pero seguía encontrándose en plena forma. Poco antes de concluir presumió con mesura de los clientes que había tenido a los largo de su carrera, desde presidentes de gobierno hasta escritores, y daba gracias a su profesión porque había podido aprender mucho de ellos.
Antes de salir, el cliente le contó una conversación parecida que había tenido con un limpiabotas, más o menos de su edad y con una carrera en lo suyo tan dilatada como la de él. Relató que tras varios minutos de conversación le había preguntado respetuosamente al “limpia” si no le importunaba tener un oficio que le exigía trabajar a los pies de los clientes. A lo que el lustrador le respondió: creí que usted era de los que no solo ven con los ojos, gracias a mi profesión he pasado bastante tiempo de mi vida hablando con personas que jamás se habrían parado a conversar conmigo si no tuvieran que estar sentados y quietos durante el servicio.
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