Mario era un cuarentón de muy buena planta que tenía un gran éxito entre las mujeres, que solo veían en él lo guapo y atractivo que era. Y es que no podían percibir a primera vista el gran defecto que tenía: en el momento de su concepción se habían olvidado de insuflarle el alma. Por eso, cuando hacía el mal no solo lo sabía perfectamente, sino que gozaba con ello.
No tuvo problema alguno para casarse pronto y con quien quiso, pero el matrimonio, lógicamente por culpa de él, no duró mucho tiempo. Su mujer no tardó en pedir el divorcio, pero al liquidar la sociedad de gananciales lo dejó cubierto económicamente para el resto de su vida.
Así que, poco a poco, fue dedicándose a una nueva afición que consistía en ir, como si fuera un ave rapaz, a los parques y otros lugares de reunión de mujeres sin pareja para observarlas y lanzarse en picado hacia la que le parecía la mejor pieza.
Buscaba a mujeres maduras, no demasiado agraciadas, muy románticas, aquejadas de una asfixiante soledad, y dispuestas a creerse cualquier mentira agradable que le dijera un hombre. Con su gran capacidad de seducción, Mario les hacía creer que las había estado buscando infructuosamente toda su vida y que la angustiosa soledad que las atenazaba no era por culpa de ellas, sino por no haber encontrado su alma gemela, que lógicamente era él.
Seguía, seguramente por intuición, la técnica de caza de los animales salvajes, consistente, primeramente, en separar de su entorno a la pieza elegida, y cuando estaba sola se lanzaba sobre ella con toda su palabrería hasta rendirla a sus pies.
Precisamente porque no tenía alma, a Mario no le interesaba cómo era la de sus presas, le bastaba con cazarlas y aprovecharse sexualmente de sus conquistas. Cada uno de sus trofeos era una especie de juguete para usar y tirar. Jamás pensaba en la situación en que dejaba a sus enamoradas. Solo le importaba añadir una solitaria más a su larga lista. Y luego desaparecía de sus vidas para siempre.
Me gustaría contarles el final de esta historia, pero no puedo porque no lo tiene. Y es que mientras la melancolía por el amor perdido invada el corazón de alguna mujer, siempre será posible que esté al acecho un depredador de soledades.
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