La vida humana se divide convencionalmente en cuatro períodos o edades: la infancia, la juventud, la adultez, y la senectud. Estas cuatro etapas son sucesivas y entre ellas no hay solución de continuidad, porque el abandono de una de ellas coincide con el ingreso en la siguiente. Además, en cada momento siempre hay personas, aunque distintas cada vez, comprendidas en esas franjas de edad.
¿Cómo cabría caracterizar estas etapas en función de los rasgos principales que se dan en cada una de ellas?
Con el riesgo de toda generalización -y más aún de la versión sintética inherente al artículo periodístico-, puede afirmarse que la infancia es la edad de la inconsciencia. Es una etapa vital en la que se actúa, por lo general, de manera irreflexiva, sin analizar detenidamente lo que decimos o hacemos. Es una época de plena irresponsabilidad, porque ni nos damos cuenta exacta del alcance de nuestras acciones, ni los demás tampoco nos la exigen. Tal vez por eso es por lo que suele considerarse que es la etapa más feliz de nuestra vida.
La juventud, que empieza en la pubertad y se extiende hasta los comienzos de la edad adulta, es la época de la suficiencia. Estamos tan llenos de fuerza, de energía, y de poderío físico, que derrochamos vitalidad. Por eso, es la etapa de los excesos, del desbordamiento de los sentimientos, que caminan en zigzag desde la inmensa alegría a la inconsolable tristeza, y vuelta a empezar. A pesar de ser un período de bastante inestabilidad, es la edad a la que desean volver la mayor parte de los que la han dejado atrás.
La adultez, a la que se llega cuando el cuerpo alcanza su completo desarrollo, es la edad de la expansión. Es la época en la que maduran las cualidades que hemos ido cultivando y fructifican los esfuerzos desplegados hasta entonces. La plenitud que se alcanza en esta etapa permite soportar mejor que nunca los pesos que cada uno ha ido colgando sobre sus espaldas. En esta edad nos convertimos en una especie de árbol lleno de ramas que da cobijo a los que dependen de nosotros.
El último período de nuestra vida, la senectud, es la edad de las lamentaciones. En ella, uno se empieza a quejar de todo: de los achaques, de la insensatez de la juventud, de las ocasiones perdidas, del tiempo que pasó, que, por supuesto, era mejor que el que se está viviendo. Es la época también en la que parece que nos alimentamos de intransigencia. En esta etapa, hay, sin embargo, un cierto sosiego espiritual en el sentido de que se van calmando las pasiones, se busca el orden vital, gustan sobremanera las canciones melódicas y la música clásica y, como decía un conocido programa de televisión española, es el momento en el que el alma se serena.
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