Esta mañana un amigo me ha enviado una foto (que reproduzco en este post) y un mensaje que me ha llamado la atención. Dice: «Aquí hay poca gente. Ideal para quien busque una tranquilidad cercana al rigor mortis. Esto se llama Paraíso, pero bien podría llamarse Desolación». He cambiado el nombre real del pueblo por el utópico Paraíso porque me interesa más la reflexión general sobre qué tipo de vacaciones buscamos (qué nos hace felices) que la anécdota de un lugar de la costa del Mediterráneo donde no hay que pedir hora para encontrar unos metros libres en la playa. Sí, existe. A los periodistas de viajes nos hacen a menudo esa pregunta: ¿qué te parece este lugar?, ¿conoces algún sitio nuevo? Mi amigo no me preguntó, pero de haberlo hecho podría haberle recomendado Paraíso. Podría haberle hablado del placer de tumbarte sobre la arena sin ninguna sombrilla en muchos metros, de las noches en calma sin música ni tómbolas en un paseo marítimo que allí no existe, de mis partidos de pádel al anochecer, del parque natural por el que me gusta pasear el día que sale nublado, del chiringuito aislado donde tomar lentamente un gintonic mientras pasan las estrellas fugaces.
Me hubiera equivocado, claro.
He conocido gente que ama Paraíso y otros que lo odian. Conocidos que fueron un año y no volvieron. Y amigos a los que veo cada agosto desde hacer unos cuantos veranos, fascinados por esta isla de paz a una hora de Valencia. Cuando alguien nos pregunta por esta playa, siempre le planteamos un pequeño cuestionario para hacernos una idea de qué busca, de qué quiere encontrar: ¿te gusta ir al paseo marítimo?, ¿quieres ir de tiendas, discotecas o bares de copas?, ¿calles llenas de restaurantes? Si las respuestas son positivas, solemos recomendar al interesado que busque otro lugar. El menú de la felicidad no es el mismo para todo el mundo. Ni existe un lugar perfecto de vacaciones. Depende, cantaba Jarabe de Palo. Paraíso puede ser Desolación. O, por el contrario, para mi amigo y su familia el verdadero Paraíso puede estar en la alegría del ruido, el trajín de las playas a reventar y las noches de brujuleo.
Me ocurre lo mismo en los viajes largos. He visto a españoles sufrir en Tailandia, equivocarse con las lluvias, con el hotel, con la comida. Conozco gente que juró que nunca pisaría Rusia y acabaron robándole en el metro de San Petersburgo. A una pareja que buscaba una playa idílica en Dominicana y solo vio algas. A un matrimonio que nunca había viajado solo y se encontraron perdidos en París, sin rastro de amor ni de luz. A un amigo que recuerda Terceira como el viaje de su vida, a pesar de que ha visitado cien países. A grupos que discutieron y nunca volvieron a caminar juntos. Los viajes cansan. Y elegir lugar (Paraíso o Desolación), museos o tiendas, restaurantes caros o cocina callejera barata… puede ser más peligroso que un combate dialéctico sobre política o fútbol.
Un safari en África o un crucero en el norte de Europa también pueden ser Paraíso o Desolación. Siempre depende. De cómo se hace el viaje. Y, sobre todo, de la compañía.
Ojalá acertéis todos este verano.
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