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El bicentenario de Livingstone y la época de la aventura sin doping

J. F. Alonso el

En marzo se cumplen doscientos años del nacimiento de David Livingstone (1813-1873), un misionero, historiador y aventurero atrapado por el poder de fascinación de África. Allí pasó 30 años, hasta su muerte en 1873. Dicen que en ese tiempo recorrió 46.000 kilómetros, la mayoría a pie. Livingstone forma parte de una época de aventureros en estado puro.

A lo largo de este año se cuentan decenas de charlas y exposiciones para llamar la atención sobre una vida entregada a un continente. Para muchos,su historia se ha quedado en una anécdota (“Doctor Livingstone, supongo“, ya sabéis). Para otros, aquel perfil de misionero arropado por un imperio no está de moda, ni en la primera parte de la frase ni en la segunda. Una vez le oí decir a Javier Reverte que los misioneros habían hecho más por África que las ong, pero ese es otro debate. Lo cierto es que una cifra redonda y un buen puñado de conmemoraciones pueden servir para recuperar el aroma de aquellos grandes viajeros que iban en busca del mundo sin fecha de vuelta, sin reservas de hotel, apenas con un bote de quinina en el equipaje.

Estos días (hasta abril) se celebra una exposición en el Museo Nacional de Escocia en la que se retrata el momento y la importancia de la vida de Livingstone, el héroe, el descubridor de las cataratas Victoria, el hombre que convirtió África en su hogar, el protagonista de aquella publicitada búsqueda a cargo de Stanley y el New York Herald.

La historia de Livingstone (a la que volveremos cuando se acerque el aniversario de su nacimiento) me recuerda en cierta manera a la de Karen Blixen, o Isak Dinesen el seudónimo con el que publicó Memorias de África. Hace unos meses, en septiembre, se cumplieron cincuenta años de su muerte (1885-1962). La “otra casa” de esta mujer está en Dinamarca. La ruta desde Andersen Bulevard, en el centro de Copenhague, hasta Rungstedlund, la casa-museo de Karen Blixen (en la foto), permite descubrir una bellísima zona residencial pegada al mar de Oresund. A lo lejos, a la derecha, la costa de Suecia, unida a Dinamarca por un puente. A la izquierda, casas de cuento rodeadas de inmensos jardines, cristaleras generosas y coches de sesenta mil euros. La residencia de la familia de Karen Blixen, el equivalente a tres casas unidas, tiene forma de «ele», paredes blancas, tejas rojas, vistas sobre el puerto, y, a su espalda, el jardín, un pequeño estanque y un bosque tan tupido que no deja ver el cielo. Al final de un sendero, al pie de un haya sin duda varias veces centenaria, está la tumba de la escritora.

Puertas adentro, los visillos blancos descansan sobre la madera del suelo. Sólo en el despacho en el que Karen Blixen aporreaba con los dedos índices una máquina de escribir Corona, junto a una ventana con vistas al mar, vemos rastros de su pasado africano: lanzas cruzadas, escudos de guerreros masais, un par de rifles con aspecto de haber disparado más de una vez y fotos de Denys Finch Hutton, el cazador y aventurero que enamoró a la aristócrata danesa, desengañada por las infidelidades de su marido. En otra pared cuelgan algunos de los cuadros que pintó durante su estancia en África (1914-1931): un viejo hombre kikuyo, por ejemplo, óleo fechado en 1923. O el rostro de Abdullahi Ahamed, uno de los niños que trabajaron en aquella plantación de café construida como un oasis entre la vida salvaje de Kenia.

Karen Blixen invirtió todo su dinero en su escapada africana, que estuvo a punto de terminar demasiado pronto. La Primera Guerra Mundial, que también afectó al continente negro; la sífilis que le contagió su marido y que le obligó a regresar a Dinamarca durante un tiempo, para tratarse con arsénico, el golpe de saber que no podría tener hijos… Y, sin embargo, regresó en cuanto pudo a aquel territorio de paisajes infinitos recién descubiertos. Poco a poco se alejó de su marido y se acercó al cazador, descubrió los animales, los safaris, su independencia y su capacidad de luchar, su gusto insaciable por los cuentos y por la música clásica… En la granja, mientras vigilaba la cosecha de café, escribió parte de su primer libro, «Seven Gothic Tales» (1934). Luego vendrían «Memorias de África» (1938), «Cuentos de invierno» (1942)…

Durante diecisiete años, «la baronesa» Blixen fue creando una leyenda en torno a una plantación de café, a un estilo de vida, a un carácter rocoso y áspero a veces, y evanescente y sutil en otras ocasiones. Su pasión conquistó a la población local, que le ayudó a sacar adelante la granja y las cosechas, hasta que el colapso del mercado del café puso el punto y final a su aventura, en 1931. Habían pasado diecisiete años, una eternidad lejos de la nieve y el verde, del frío, de las fiestas de la alta sociedad danesa.

África solo sale hoy en los periódicos como escenario de guerras importadas o intereses comerciales… La historia Livingstone y Blixen suena como tambores lejanos.

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