Pesadilla. Despierto azorado.
Estaba en el país de las etiquetas, nación distópica en la que todos calificaban y clasificaban a todos sin necesidad de conocerlos. Las dos etiquetas más utilizadas eran las correspondientes a las izquierdas y las derechas. Éstas estaban semánticamente vacías desde tiempos inmemoriales porque nadie recordaba a ciencia cierta qué querían decir. Algún tiempo antes, sobre 1789 en la asamblea de París, los partidarios de otorgar un derecho de veto amplio al Rey se situaron a la derecha de la presidencia y los que se oponían a eso, a la izquierda. En el país de los tópicos, cada adversario había ido adhiriendo capas de pegatinas sobre la epidermis del otro durante tantas décadas que aquellos adhesivos tenían relieve. Los de derechas llamaban “rojos” a los de izquierdas y los de izquierdas denominaban “fachas” a los de derechas. Estos no habían consultado el diccionario y no sabían que “rojo” era “radical revolucionario”. Los rojos tampoco utilizaban aquel libro. Algunos sabían que “facha” era un derivado de “fascista” y otros utilizaban directamente esta palabra, pero pocos estaban al tanto de que esto último se refería a un movimiento totalitario creado en otra época y en otro país por un tipo cuya biografía tampoco habían estudiado. En general, nadie utilizaba los libros. Los ciudadanos de color rojo ganaron las batallas de la imagen y de la ética, y ser de izquierdas terminó considerándose laudatorio mientras ser de derechas derivó en despectivo, hasta el punto de que los de derechas dijeron masivamente que realmente eran “de centro”. Los de izquierdas repartían con solidaridad la riqueza que con gran generosidad permitían que otros generaran al efecto. Ganaron la segunda gran batalla semántica; de cada cien películas que se rodaron sobre la Guerra Entre Hermanos, los azules aparecieron como los malos en aproximadamente cien. Ganaron la guerra de la imagen incluso cuando alguno de los de derechas dio dinero al menesteroso. Dijeron que aquello no era “solidaridad progresista” sino “caridad facha” y le adhirieron a este sintagma una pátina despectiva. “Caridad” era una de las tres virtudes teologales y los suyos no eran mayoritariamente religiosos. Además, significaba “limosna”, que en el diccionario en cuestión aparecía como “cosa que se da por amor de Dios para socorrer una necesidad”. El Supremo Demiurgo, que probablemente no votaba, sí formaba parte del discurso político y eso no era nuevo: la frase del teórico anarquista Piotr Kropotkin “La única iglesia que ilumina es la que arde” ya era más que legendaria. La terminología extremista nazi se prohibió por ley y la fascista desapareció de los programas políticos mayoritarios, pero la palabra “comunismo” permaneció rotulada en carteles e impresa en logotipos y circunvoluciones cerebrales. Poco importaba que el comunismo hubiera provocado decenas de millones de muertes. Los azules, que le decían que eran de centro a la misma gente que les había votado por ser de derechas, dejaron de ser “conservadores” para convertirse en “populares” según propio ejercicio de camuflaje semántico. Lo mismo daba que la academia definiera “popular” como “propio de las clases sociales menos favorecidas”. Los azules ganaron una batalla semántica más pequeña pero no poco importante convirtiendo el halagador “progresista” en el despectivo “progre” y, después, en el insultante “giliprogre”. Era “giliprogre” todo aquel que opinaba que la deuda externa no es un problema o que se puede ser feminista y propalestino al mismo tiempo…
(Continuará mañana por la mañana).
Dedicado a @anipequenia por su colaboración.
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