Mi madre estuvo a punto de no llegar a existir.
Unos pistoleros se plantaron en casa de mi abuelo Luis en el Madrid de la Guerra Civil para darle un paseo hasta una cuneta. Alguien avisó y mi abuelo adolescente se esfumó a tiempo del Madrid que él nunca llamó rojo. Decía sin rencor que España no se podía clasificar con etiquetas y que en esa guerra, sencillamente, se había juntado demasiado odio. “Me buscaban por cobrar los recibos de la iglesia, pero no hay colores. Sólo algunos asesinos de todas las ideologías, que son las cadenas del pensamiento en esta tierra de locos”.
Cinco años de estatura y gafotas de pasta. Luis el bueno dedica su tiempo y el caudal de su amor interminable a enseñarme El Prado, la Casa de Fieras y otros misterios de la vida.
Tengo once años. Logro viajar hasta su casa en Metro yo solo y su sonrisa fascinante me hace sentirme Magallanes cruzando el océano. Una vida policromática y maravillosa para un niño que en lugar de padre tiene un abuelo que vale por dos. Quisiera ser Delibes el gigante para escribir un texto que diera la vuelta al mundo y rindiera al abuelo el homenaje que mereció, más allá del sencillo epitafio en piedra de La Almudena.
Contagiarse de los grandes. El Prado era interminable y los críos peleábamos por los asientos mientras los pintores mayores como mi abuelo, que dibujó el autorretrato de ahí arriba, miraban hacia Goya. “Si contemplas la obra de un genio, algún poso te quedará. Tú mira siempre a los buenos”. Yo aprendí a observar aquel cuadro tan negro de Saturno devorando a un hijo mientras me sostenía sobre una pierna. Parecía una cigüeñita durmiendo. La Casa de Fieras, un zoológico en pleno Retiro, era un mundo deslumbrante. Le dije que la gente se reía porque los monos hacían guarrerías y don Luis me contestó: “Yo ni veo a los monos, hijo. Lo divertido es saber que nos reímos de lo que nosotros mismos hacemos”.
@rafaelcerro
Lenguaje EspañolOtros Temas
