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Mi abuelo y Delibes (II)

Mi abuelo y Delibes (II)
Rafael Cerro Merinero el

Dueño de sus silencios y abanderado de su sonrisa discreta, mi abuelo Luis Merinero, sabio pintor y antiguo albañil, observaba a la gente y a veces mantenía una cierta distancia. La señora C. comía en nuestra casa echando esputos sobre la ensalada de todos. Lo hacía mientras hablaba. O sea: todo el rato, porque yantar y disertar eran para ella actividades sincrónicas. Jamás pronunció queja don Luis. Resistió el asedio de aquellos proyectiles repugnantes absteniéndose de probar la ensalada durante más de diez años. La frase tácita pero numantina “esto me da asco” consiguió que, una década larga después, mi abuela rompiera el frente femenino y le pusiera a él un poquito de lechuga en un cuenco de Duralex de color ocre. Un poco de verde con sal, aceite y vinagre. “La ensalada, salada, poco vinagre y bien aceitada”, decía la abuela.  Lechuga con todo eso, pero sin el aliño extraordinario de la saliva de la amiga. Así que Luis Merinero inventó el famoso bufet de ensalada al gusto, pero treinta años antes de que lo hicieran los restaurantes de moda y sin verse obligado a guardar fila al estilo de Treblinka para conseguirla.

El día en que doña C. escupió sin querer su dentadura postiza dentro de nuestra ensaladera, el abuelo ya tenía su condumio aparte. Su sonrisa de satisfacción fue una discreta línea de presión entre los labios. Únicamente llegué a percibirla porque éstos se tornaron blancos un instante y por un destello de triunfo en los ojos, explosivo y fugaz. La abuela no se enteró de nada y aquella señora pidió perdón sin pronunciar bien las consonantes, encía chocando contra encía. Rebuscó sus dientes en la ensaladera, pero elegantemente: no con la mano, sino con el cucharón de las lentejas que también comíamos aliñadas por ella y por sus escupitajos. Fui a llorar al retrete y ante las señoras recibí de la boca del abuelo una bronca que sus ojos atemperaron: “No pasa nada; suficiente has aguantado la risa, hijo”. Frisaba yo los once años.

Mi abuelo héroe descubrió la dietética y a los sesenta y nueve años murió delgado con el secreto. Me desveló ese arcano de la discreción en el yantar, que he guardado hasta ahora sólo para mí. Lo desvelaré aquí el próximo miércoles, día seis de noviembre de los corrientes, a las ocho de la mañana. Transcurrían los años setenta y ya había muerto Franco.

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