A esta hora, Puigdemont no es nadie, desde el punto de vista político. Podrá aparecer en la televisión catalana creyéndose el presidente de la Generalitat, siguiendo la farsa que él mismo ha diseñado para mantener vivo el espíritu de una independencia fracasada. Podrá seguir lanzando mensajes sobre la necesidad de resistir ante lo que él considera atropello del Estado español sobre la supuesta república catalana.
Pero la realidad es que la Cataluña oficial que se ha despertado esta mañana y ha vuelto a la normalidad del trabajo es muy distinta a la que el viernes todavía funcionaba bajo el sueño de una realidad imposible.
Puigdemont no tiene hoy despacho al que acudir porque ha sido ocupado por el Estado de Derecho, los consejeros autonómicos ya no tienen competencias que gestionar porque han pasado a ser dirigidas por el Gobierno español y el Parlamento ya no existe porque ha sido disuelto a la espera de que los catalanes decidan qué quieren hacer con su país.
Puigdemont podrá seguir lanzando cantos de sirena a modo de desafío contra el Estado español, pero hoy todo ha cambiado. El Gobierno ha tomado el mando de Cataluña para recobrar la normalidad, esperemos que el ya expresidente de la Generalitat no trate de querer recuperar por la fuerza de la calle lo que ya no es suyo.
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