Todos estamos hartos, pero que muy hartos. Hartos de no salir a pasear, de no poder tomar unas tapitas con amigos, hartos de no salir a correr, de no tener una cena romántica un sábado por la noche, de no poder pasear para contemplar lo florida que está la primavera, hartos de no darnos la mano, de no abrazarnos, de no darnos dos besos, hartos de no visitar a nuestros padres, de no tener comidas familiares de los domingos que tanto nos cansaban y que parecían un compromiso, de no celebrar cumpleaños, bodas, santos o de no poder acompañarnos en los momentos más duros como son los fallecimientos de familiares, hartos de no poder planificar un fin de semana de escapada, de no preparar nuestras vacaciones, hartos de no ver el mar, los ríos, los lagos, las playas, la naturaleza en general, hartos de no salir de compras aunque sea a por un pelador de patatas, hartos de perder el empleo, de anticipar y sufrir las consecuencias económicas de esta pandemia, hartos de ver a nuestros hijos sin poder disfrutar de sus amigos, hartos de tener esta nueva rutina, hartos de hacer deporte en casa, de comer de forma saludable y de la moda de hacer pan, hartos de prórrogas, de malas noticias, muy hartos de ver meter palillos por las narices en el telediario, hartos de curvas, de confinamientos, de desescaladas que no llegan, hartos de aplaudir, hartos de resistir, hartos de emociones extrañas que no entendemos, de miedos e inseguridades, hartos de «lives», hartos de plataformas y series y no comer palomitas en el cine, hartos de mantener la distancia interpersonal, hartos de saber que dos metros es sinónimo de responsabilidad y prevención, hartos de guantes y de tener un máster en tipos de mascarillas, hartos los católicos de rezar para que esto se acabe, y hartos el resto de tocar madera para que el mal no se expanda, hartos de poner velas, de repetir «si Dios quiere», hartos y agotados de ver la entrega , el esfuerzo, el sacrificio y la valentía de nuestros héroes porque su cansancio nos produce tristeza y empatía, hartos de estar hartos… Pero no nos queda otra. Como canta Serrat, «harto ya de estar hartó ya me cansé, de preguntarle al mundo por qué y por qué». Pues hay un porqué, pero no hay un para cuándo, ni un hasta cuándo, ni un por fin.
Sé que te has identificado con casi todos los «hartos» de este primer párrafo. Y esto significa que todos estamos igual. Quejarse tiene beneficios, por supuesto, por eso existe. Quejarse nos ayuda a reivindicar lo que creemos que es injusto, a hacernos notar y tener voz. Quejarse puede ser una forma también de sentirnos mejor sacando la basura emocional fuera de nosotros. Pero… ¡ojo, a quién le tires ahora tu basura recuerda que carga con la misma que tú, o puede que más! Así que quejarse estos días puede ser doloroso para ti, tóxico para la otra persona, y, sobre todo, una gran pérdida de tiempo y energía.
Dejar un mal hábito suele costar mucho, pero sustituirlo por otro nos facilita el cambio. Así que te facilito algunas propuestas de cambio para la conducta quejica.
- En lugar de quejarte con alguien, escribe todo aquello que no soportas, que te incomoda o que te hace sentir mal. Desahogarte por escrito ayuda a sacar esa basura emocional fuera sin sobrecargar a otras personas con nuestros problemas.
- Si solo deseas desahogarte, hazlo con madurez. Expresa lo que te molesta, de forma tranquila, controlando el tono, el volumen y los comentarios agresivos. Di como te hace sentir, no solo lo que produce la molestia. Puedes incluso involucrar a la persona que te escucha y pedirle consejo. Es más agradable escuchar algo negativo de ti si luego vas a tener en cuenta su opinión. En lugar de ser un pañuelo para tus lágrimas, se sentirá importante y parte del proceso en tu bienestar.
- Busca actividades que te ayuden a regular las emociones que surgen fruto de tu malestar, como son la rabia, la tristeza o la frustración. Puede ayudarte el ejercicio físico, meditar, leer, alguna afición. Sí, ya sé que de esto también estas harto, pero recuerda, no nos queda otra.
- El primer perjudicado con la queja eres tú. El contenido de lo que dices o piensas te recuerda constantemente lo triste y desesperante que es la situación, pero no la arregla. Trata de hablar de otra manera, formula tus emociones o tus penas con esperanza. «Esto es larguísimo, pero es temporal, en algún momento tiene que acabar».
- Seguro que tienes conversaciones pendientes, sobre trabajo, sobre viajes, aficiones, amigos, que son mucho más interesantes que seguir centrados en el confinamiento.
- Si estás deseando liberar adrenalina, tensión o emociones que te tienen al borde del colapso, practica alguna técnica de relajación, meditación, yoga y si puedes, haz ejercicio de forma regular.
- Practica la paciencia frente a la incontinencia verbal. Que estés enfadado no significa que tengas que verbalizarlo todo. Sé prudente, comedido, dosifica, espera el momento oportuno. Muchas veces las quejas van seguidas de impaciencia y momentos inapropiados para expresarlas.
Recuerda: en este momento nos necesitamos para insuflarnos ánimo, nos gustan las personas que nos recargan las pilas, nos dan buenas noticias, nos sonríen, dan ánimos, generan motivación y hacen que el tiempo que pasas a su lado sea un ratito de bienestar. No puedes contagiar a todos lo que todos ya están sintiendo.
La canción de Serrat continua con un «La rosa de los vientos me ha de ayudar. Y desde ahora vais a verme vagabundear». Pues ya quisiéramos, por ahora sigamos vagabundeando en casa, pero con más soluciones y menos quejas.
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