Uno de los sitios menos vistos o conocidos del Palacio Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, es el coro de los monjes, en plena basílica, pero a una altura donde apenas se coligen desde abajo los tubos y trompetería del órgano. Como Espía Mayor ya imaginarán que, aunque sea paso vedado al turista, como fiel sirviente del Prudente no hay rincón para mí desconocido de la Octava Maravilla del Mundo. Y en estando en tal privilegiado lugar, y habida cuenta de la actualidad de la constitución de nuestras Cortes Generales, recordé cómo en los orígenes del Parlamentarismo, los diferentes representantes se reunían en los únicos sitios lo suficientemente grandes para albergarlos: las iglesias.
Antiguamente eso de tener bancadas para los fieles era un lujo poco habitual, y a la hora de ver dónde podían sentarse para pasar esas horas de debate, ¡qué mejor lugar que los sitiales de los coros! Coros que, en muchos templos, solían estar situados en medio de la nave central. De esa curiosa forma de debatir vendrían luego expresiones modernas. Por ejemplo los partidarios o miembros de cada grupo se sentaban juntos (como ahora cada partido), pero enfrentados de manera naturalmente obvia en las bancadas opuestas, y por ello se empezó a llamar a los que se oponían a los que llevaban la voz cantante a favor del rey o del gobierno de turno, la «oposición», ya que literalmente estaban así colocados. Unos frente a otros. Esta forma de parlamento la tenemos más vista en las famosas Cámaras del Reino Unido.
Aunque en España también las teníamos de esa forma. De hecho, el viejo Salón de Plenos del Senado tiene esa forma… hasta que se quiso hacer un mega hemiciclo que le hizo perder el encanto que tenía. La forma de hemiciclo es más bien de origen francés que, al tener en su primigenia Asamblea, representación de los Tres Estados, la ubicación frente a una presidencia resultaba más práctica en este modo de anfiteatro clásico. Y a derecha e izquierda en cualquier caso, del presidente de la Cámara, quedaban las opuestas posturas que ahora, por esa sencilla razón de localización, marcan presuntas ideologías.
Nuestro decimonónico Congreso, el archiconocido de la Carrera de San Jerónimo, que se construyera sobre el convento del Espíritu Santo, también nos permite una serie de reflexiones. Cuando la gente lo visita en días de puertas abiertas siempre exclama lo mismo al ver el hemiciclo: «¡Huy, si es más pequeño que lo que se ve en la tele!». Y lo más gracioso es que aún lo era más. Y eso ayudaba mucho a lo que tiene que ser su función: la de ser lugar de encuentro entre el gobierno y los diferentes diputados que lo componen, para hablar en sesión abierta, con taquígrafos, público e invitados, sobre las políticas que se van a llevar a cabo. O no, si se votan en contra.
El salón de sesiones terminaba donde se encuentran las tribunas para que el pueblo, como soberano que es, pueda asistir si tiene ánimos y ganas, y echar un ojo a ver qué hacen sus representantes con el voto que les ha dado para actuar en su nombre. En los magníficos cuadros del pintor Asterio Mañanós podemos ver cómo era el Congreso hasta hace no tanto. Y no tanto fue hasta que Francisco Franco le diera por modificarlo. El palacio fue sede de lo que llamaría Cortes Generales (con una sola cámara) dentro de lo que se denominaba como «democracia orgánica» (sic) donde se reunían los procuradores de turno designados. El caso fue que el llamado «tercio familiar» de 1967 no cabía bien en el pequeño salón, y por esta razón se tirarían las paredes en 1971. No sólo parte del encanto del hemiciclo se perdió, sino también en mucho la acústica, tan necesaria para poderse entender. Las reformas ulteriores que se pensaron como mejoras, acabarían también yendo en detrimento de ese parlamentarismo, pues de bancadas corridas se pasó a escaños, de éstos a butacones fijos, y de los fijos a sillones de oficina con sus rueditas y todo.
La mesa de apoyo para notas y papeles pasó a tener hasta ordenadores, hoy casi inútiles habida cuenta del despliegue tecnológico que los diputados tienen. Tabletas, celulares… y lo que sea menester para su labor. ¡No seré yo quien se lo demande o critique! Pues cuanto mejor equipado estén, mejor harán la labor por la que les pagamos. Peeeero… ¿dónde puñales se ha ido el parlamentarismo? Las ampliaciones de los edificios de la Carrera de San Jerónimo han permitido que sus 350 señorías tengan todas despacho. Que haya salas para trabajo en comisiones. Y su maravillosa recoleta biblioteca es un lujo a su alcance para poder investigar sin necesidad de la Wiki.
Sin embargo, cada vez que vemos por la tele un pleno, no falla. Los diputados, ministros, y miembros electos de la cámara, cada día andan más enfrascados dándole a los pulgares de sus pantallitas, que atentos a lo que sus colegas hablan o dicen, bien desde el estrado, bien desde su puesto. Y no es esto, no es esto, como ya dijera Ortega y Gasset, diputado por León. Tiempo y espacio tienen para trabajar, y una sesión de pleno ha de estar dedicada a lo que está. Decía el viejo adagio que «Nulla ethica sine aesthetica». Esto es, no hay ética sin estética. Y aunque cada vez se crea menos, la estética, las formas, la liturgia, tiene su importancia. Mucha. Por eso admiramos ese parlamento británico, apretujados en sus bancadas. A su speaker bramando «Ordeeeerrr!». Porque todo ello da una imagen que creo que sería bueno recuperar.
Así, modesta pero firmemente, propongo, señora Presidente de las Cortes, doña Meritxell Batet, miembros de la Mesa, diputados todos: ¡apliquemos la Ley de Memoria Histórica! Recuperemos el hemiciclo tras la reforma franquista. Alojemos de nuevo en esas paredes tiradas los nombres que allí estaban de Díaz Porlier, el general Lacy, Rafael del Riego, Juan Martín Díez ‘El Empecinado’ o de Juan Prim. De Mariana Pineda, José María Torrijos, Francisco Espoz y Mina, del Marqués del Duero o de Antonio Cánovas del Castillo, como así ya reclamara el diputado que fuera por el grupo de Unidos Podemos, don Ricardo Sixto. ¡Apoyemos la moción! Y pongamos bancadas corridas. Y que sus señorías estén incómodamente sentadas, de pie, hombro con hombro, atentos a lo que se discute. Protestando, pidiendo la palabra. Debatiendo. Parlamentando.
Y ya verán cómo esa pequeña tontería ayuda más a la democracia, que discursos altisonantes pero hueros. Y además, evitaremos que sus señoría se aburran ellos mismos y acaben jugando, qué sé yo, al Candy Crash. O subiendo permanentemente trinos. O fotos al Insta. En el salón de plenos, ¡fuera móviles! Y entre de nuevo, el parlamentarismo.
HistoriaPolítica