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Blogs Notas del Espía Mayor por Javier Santamarta del Pozo

¡Los Austrias nos roban!

¡Los Austrias nos roban!
Torra cual segador dándole a la hoz. Dibujo de Ricardo Sánchez.
Javier Santamarta del Pozo el

Paseando el otro día por la Biblioteca Sanlorentina, recordé la ausencia del cuadro del Rey Planeta pintado por Velázquez, que ahora se halla en Londres. E hilando temas de actualidad, y pensando si con el dichoso Brexit nos lo devolverían, no sé porqué me vino a la cabeza el asunto de los sucesos del otro lado del Ebro. Del otrora Principado de Cataluña. Y de lo que acaeció en tiempos de aquel Felipe que derivó en la efímera República Catalana. Ya ya. Se pensarán como poco que me he dado al recio vino de San Martín de Valdeiglesias. Pero sepan que sí. Que en Cataluña hubo una república independiente. ¿Cómo se han quedado, eh eh? Aunque sólo duró sólo una semana: del 16 al 23 de enero de 1641. Dejaron de ser vasallos de Felipe IV —que mal que les pese a muchos seguía la tradición que hoy llamaríamos autonomista—, para declararse súbditos del muy democrático rey Luis XIII que, como buen francés, lo de las autonomías y la descentralización le daba un ardite. Máxime teniendo a su lado como real factótum de la política francesa al cardenal Richelieu, malvado donde los haya por culpa de Dumas y sus ‘Tres Mosqueteros’, pero un auténtico animal político y un patriota francés.

Como decía don Karl Marx, y me gusta citar, «la Historia se repite dos veces: la primera como tragedia, la segunda como farsa». Y en eso estamos por lo que veo. En aquella, un llamado Corpus de Sangre de 1640 acabó en un desafuero (¡nunca mejor dicho!) donde ninguna de las partes que intervinieron en este episodio anduvieron finos: ni la Corte, con el omnipotente conde-duque de Olivares al frente, ni las instituciones catalanas. Éstas llevaban tiempo achacando todos sus males a la política de Olivares (Castella ens roba!), pues decían que la sangraba en vidas y haciendas hasta límites insoportables. La guerra con Francia de 1635, aquella de los Treinta Años, fue el inicio de muchos desacuerdos, pues Cataluña, por su posición geográfica, se convirtió en potencial frente de batalla.

Como no es cuestión de contarles batallitas, el caso es que entre la defensa de vetustos usatges y constituciones catalanas; el que Cataluña dijera que nones a la Unión de Armas que solicitaba el valido pidiendo tropas a todos los territorios hispanos; los excesos de la soldadesca en el conflicto de marras; y a más a más de despropósitos mutuos, la cosa se acabará yendo de madre. Porque la crisis económica que surgió por la guerra puso en una precaria situación al Principado. Los grandes burgueses comerciantes y los terratenientes se dieron al contrabando, con el consiguiente cabreo de la Corte y el enfrentamiento con la Diputación. El virrey Santa Coloma dice que vale ya. Que el matute se confisca (els Àustrias ens roben!). Y los diputats se apresuran a declarar que la medida es anticonstitucional (¡qué cosas!).

Monumento a Pau Claris, en Barcelona. Foto de Camille Hardy.

¡Y aquí que aparece el listo que lo va a arreglar todo! El barceloní Pau Claris, canónigo catedralicio de Urgel y diputat eclesiástico de la Diputación General catalana. Lo que le convertiría, según el imaginario nacionalista, en President de la Generalitat. Este sujeto, en palabras del hispanista inglés J.H. Elliott«no sabía nada del mundo ajeno a Cataluña. Odiaba a su obispo, odiaba a los castellanos y guardaba todo el  amor y lealtad apasionados de que era capaz para su cabildo catedralicio y su provincia natal». Un lazi de libro, vaya. Detrás de todo conflicto ya sabemos que están los dineros. La discusión sobre éstos disfrazada en los derechos y obligaciones hacia la Corona, y lo dispuesto por las mencionadas constituciones y usatges (bastante anacrónicos ya entonces), el tiempo pasaba con la población casi exhausta económicamente, y hostil a la presencia de unas tropas mal pagadas y además, hambrientas. Pólvora y fuego.

Lógicamente, la situación estalló. Desde la primavera de 1640, bandas de catalanes bajaban de las montañas al amparo de la noche y atacaban a las tropas. Las represalias fueron feroces. La rebelión se generalizó. El 22 de mayo los insurgentes estaban dentro de Barcelona al grito (curioso) de «Visca el Rei i muiren traïdors». El 7 de junio, festividad del Corpus Christi, los segadors entraban en la Ciudad Condal. El resultado: quema de la ciudad y cinco días de anarquía total en la misma, en los que murieron entre 12 y 20 personas, incluido el Virrey (el cual fue asesinado a golpes de hoz, como en el himno catalán, al querer escapar por los muelles hacia un barco), y en los que los rebeldes habían tenido a su merced a la ciudad, con aquiescencia de la población.

Els segadors, cuadro de Hermenegildo Miralles, en el momento en el que le dan un “bon cop de falç” al Virrey.

La Corte quedó conmocionada e impotente para dar respuesta. La rebelión contra las tropas se había ya convertido en una revolución contra toda autoridad. Cataluña estaba en guerra civil y ella era la víctima. Los odios ancestrales habían bullido como agua sobre lumbre. En el campo, por los odios del campesinado pobre hacia los campesinos ricos y hacia los nobles; por la desesperación de los que no encontraban trabajo. En la ciudad, por el odio también entre los más pobres contra las oligarquías municipales. Y entre el campo y la ciudad, por el odio mutuo entre ambos mundos.

La clase dirigente catalana era más proclive a llegar a acuerdos con el Rey, pero Claris y los suyos no, los cuales piden socorro a Richelieu que, desconfiado, se niega a prestarla si no se le asegura la ruptura total de Cataluña con España. El 16 de enero de 1641, el President Pau Claris proclama la Primera República de Cataluña que nace bajo la protección del «rey cristianísimo» de Francia. Un Borbón (¡je!). Tan solo una semana después, ante presiones francesas que querían más y con el ejército austracista llegando a Barcelona, Claris declara imposible el proyecto de república independiente y propone que el Principado se coloque bajo el gobierno del Rey de Francia, «como en los tiempos de Carlo Magno». Cataluña cambiaría un señor por otro. Sólo por diez años. No les fue mejor con los franceses, y su vuelta a España les costó, nos costó, el Rosellón y la Cerdaña. Y que la frontera se pusiera en los Pirineos. ¿Qué nos costarán ahora, locuras similares?

 

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