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Blogs Notas del Espía Mayor por Javier Santamarta del Pozo

Efebocracia

Efebocracia
Nuestros diputadines y diputadinas, según Ricardo Sánchez «Risconegro»
Javier Santamarta del Pozo el

He de confesarles que no tuve infancia. Incluso reconocerles que mi proverbial seriedad viene de tan lejos, cuando aún le daba al chupete, que cuando era llevado al pediatra éste me recibía con un «¡Hombre, ya está aquí don Javier!». Jamás supe lo que es llevar un chándal, pues qué necesidad de salir de casa vestido de esquijama deportivo habiendo vestuarios en el gimnasio. Y, por supuesto, desconocía nada parecido a un uniforme colegial, lo que me permitió ser odiado por mis compañeros por mi impoluto trajecito Príncipe de Gales de pantalones cortos, con dobladillo por supuesto.

Durante el colegio, las elecciones para ser delegado de clase era algo serio, con su campaña y todo, y obligado aprendí con diez años a dar discursos ante la clase debido a que mi característico sosiego castellano era tenido por el psicólogo colegial por absurda introspección asocial. Lo único que me apartaba de ser verdaderamente repelente, era que mi cartilla escolar era más propia de los que se sentaban al final del autobús en las excursiones, que de los que llevaban la cartera al maestro, y se dedicaban a limpiar los borradores de tiza de manera voluntaria.

Pongo en estos necesarios antecedentes a los lectores de estas notas del Espía Mayor pues ya imaginarán que uno, mirando en lo que se ha convertido la política española, anda con los ojos del tamaño de los cimborrios de mi querido monasterio sanlorentino. Porque ni siquiera en el Jardín de Infancia con doña Carmen, recuerda uno comportamientos tan propios de impúberes, que de señores y señoras diputados y diputadas, y mucho menos, en ministros del reino de España.

No les digo que no. Seré un rancio. Pero a mí, eso de andar haciendo pucheros abiertamente donde anduvieron Sagasta, Maura, Joaquín Costa, Salmerón… no lo veo. Abrazarse y besarse tras una intervención en el atril donde declamaron Emilio Castelar o José Ortega y Gasset, como si hubieran marcado algún gol imaginario (nos debe de quedar en nada y menos para que le hagan una piña en el hueco de los taquimecas), me parece superfluo. Observar cómo en medio de un pleno aparecer cual azafato de programa lacrimógeno de televisión, un padre de la Patria o de la Matria, con un ramo de flores para alguien por muy enfermo que esté, no me parece ni el momento ni el lugar.

¡Jo, qué ilu, tías!

El arqueo de ceja ya será doble en alguno de los lectores, pensando, «se ha pasado usted». Pues no lo creo. Pues estos comportamientos son absolutamente de cara a la galería, y para poner en evidencia algo que debería llevarse con discreta elegancia. Y no como arma política. Pero en este patio de Monipodio en que se ha convertido la sede la soberanía nacional, los diputados y diputadas andan jugando a gibar al contrario a base de, por ejemplo, querer mandarles a donde no se les vea, y los otros, a sentarse en los sitios de los primeros para tocarles ostensiblemente los tegumentos.

Andan todos nuestros padres y madres de la Patria y de la Matria, jugueteando con sus celulares, sus tabletas y sus cachivaches, que el día menos pensado aparecerá alguien con mega auriculares  de gamer y mando ergonómico de la Play, para evitar abiertamente escuchar la moción sobre la transaccional de tal o cuál proyecto de ley. Ir de Instagramer es la púber actitud de quienes festejan cumples cuquis o se reúnen con influencers en vez de con técnicos y expertos en la materia. En plan chachipandi. Esto no tiene más pinta que de acabar con la presidente de la Cámara leyendo los cumples del día, y repartiendo una bolsa de Caramelos Paco entre sus compis de clase.

Yo no tuve infancia. Pero parece que hay quienes no quieren abandonarla de por vida. Lo que me lleva a recordar la frase del gran Bernard Shaw: «Los políticos y los pañales se han de cambiar a menudo… y por los mismos motivos». O acabaremos de meconio hasta los escaños.

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