Echo de menos los abrazos. Mucho. Uno será todo lo Espía Mayor que se quiera, pero tampoco está hecho de insensible contrachapado. Aunque, ¿cuántos parches no se habrán tenido que poner en este año cumplido tras el confinamiento por la COVID 19 en tantísimos hogares? Las cifras siempre son un número que nada dice. Se le atribuye al asesino de Iosif Stalin una frase terrible, propia del cinismo de quien sabía que, si es cierto que tal cosa dijo, era más que cierta: «Una muerte es una tragedia; un millón de muertes es una estadística». Y cada día que pasa, empieza a ser una realidad en la España actual.
Más de 100.000 muertos, aunque en verdad no sepamos siquiera si tan espantosa cifra es la real. Cuántos enfermos de otras afecciones no se han visto precipitados a una muerte más temprana por el despiadado ataque virolento al que llevamos sometidos durante meses, es algo que ni siquiera entrará en ninguna estadística. Me da una higa. Entre 2020 y lo que vamos de 2021, las muertes se han producido a diario a centenares, entre aplausos fuera de lugar, vídeos infames en Tik-Tok, políticos mediocres, intereses espurios, y muchas lágrimas por quienes marcharon y ya nunca podremos volverles a abrazar. Aunque esta pesadilla acabe. Que acabará.
Un año en el que, al mirar hacia atrás, se me vienen a la mente los nombres y las imágenes de amigos perdidos que, por razón directa o indirecta (imposibilidad de viajar, la prohibición de estar con no convivientes, de medidas de seguridad que nos decían que nos toquemos con los codos o poniéndonos la mano en el pecho…), a los que ya nunca podré abrazar. Como les ha pasado a algunos amigos con algunos de sus padres. Como nos empieza a pasar a tantos.
Ya no podré volver a abrazar a Jesús, el alma del Ateneo Escurialense, que me apoyó tantísimo cuando me instalé recién llegado a San Lorenzo de El Escorial, más despistado que pulpo en garaje, y me centraba a la hora de ponerme a la tarea de hacer una Feria del Libro o las Jornadas de la Leyenda Negra. Siempre con una sonrisa. Siempre paciente. Lo último que pudimos hacer juntos, fue instalar un Misterio en una Navidades que no imaginamos que iban a ser las últimas con esa mierda de la normalidad.
No podré abrazar a mi admirado coronel. Mi usía. Mi querido don Luis, un infante de marina gerundense, más catalán que una barretina, y un amante de España y de su Historia como pocos. ¡Qué tiempos los dos en Barcelona! Intentando hacer la mejor Cultura de Defensa contra viento y marea en un entorno pelín hostil, y que tanto me ayudó para instalarme en la Ciudad Condal. ¡Qué viaje aquel a Granada a dar unas conferencias y resarcirnos gastronómicamente de un tapeo como Dios manda! Un valiente por Tierra y por Mar, que me comentaba esta humilde columna cada vez que se publicaba.
Y de Barcelona me llega la noticia de otro amigo al que no volveré a abrazar. Mi querido Francisco, cuyo vástago tuve acabando sus estudios en mi antigua casa del centro de Madrid, ese centro herido de muerte por el egoísmo y la avaricia. Pero donde tuve mi última comida con él en el homenaje habitual que nos dábamos antes de que fuera delito viajar. Y en ese restorán de la Plaza Mayor, en Los Galayos, pudimos darnos al cochinillo y al vino de Ribera, y brindar por el futuro y por la vida, con esa sonrisa soca que tenía, con un seny que le salía por sus cuatro costados.
Muchos abrazos se han perdido para siempre. Se están perdiendo. ¿Saben? Pónganse doble mascarilla y háganse un EPI con bolsas de basura, como el que tuvieron nuestros sanitarios, que no tenían, pero que aparecieron a centenares cuando nuestros políticos quisieron hacer elecciones. Y con esa parafernalia, abrácense. No lo duden. Y no me vengan con que estoy haciendo apología negacionista, promuevo los contagios o cualquier memez parecida. Es evidente que no me entiende. Por tanto, le ruego se guarde su opinión. Porque estoy harto de odios y de sonrisas falsas. Y cada día, cada hora, echo de menos más los abrazos. Un buen y fuerte abrazo. Mucho.
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