Tal vez mañana, una gélida mañana de noviembre, volvamos a ver caer la nieve. Para los más pequeños, será su primera vez. Pongámosle música redescubriendo a Vivaldi, recordando que si Corelli representa el desarrollo del concierto del Barroco tardío en la línea conservadora, Antonio Vivaldi representa un desarrollo revolucionario del mismo. Sus conciertos, cuyo número se eleva a unos 500 -aunque según Stravinski no hacía más que darle vueltas a un mismo concierto, «un tipo que componía la misma forma una infinidad de veces»-, constituyen, hoy lo sabemos, una de las cumbres del Barroco italiano.
Sin embargo, gran parte de la obra de Vivaldi se había perdido, y la historia de su redescubrimiento es digna de una novela. Al parecer, en 1926 fueron hallados en un internado piamontés regentado por padres salesianos una montaña de manuscritos firmados por Antonio Vivaldi. Los escritos llegaron así a manos del Dr. Alberto Gentili, profesor de historia de la música de la Universidad de Turín. Emocionado, fue analizando los documentos y descubriendo el autógrafo de Vivaldi que atestiguaba su autenticidad. Temeroso de perder tamaño tesoro en manos de algún dealer sin escrúpulos, y dado que los salesianos tenían en mente venderlos, Gentili preguntó a la biblioteca de la Universidad, pero le contestaron que no había fondos. Eran los tiempos de mayor intensidad legislativa del periodo mussoliniano, por lo que hablar con la administración suponía un riesgo sobre el destino final de los manuscritos. El Dr. Gentili actuó pues con el mayor sigilo, en busca de algún mecenazgo. Finalmente lo consiguió mediante los fondos de un famoso personaje público turinés que pidió a cambio inmortalizar el nombre de su recién perdido hijo.
El Dr. Gentili hizo otro descubrimiento: en muchos de los manuscritos faltaba la continuación. Tras muchas pesquisas, descubrió que la parte que faltaba se encontraba en manos de la familia del antiguo embajador austríaco en Venecia, el Conde Giacomo Durazzo. Otra vez la historia se repite y Gentili encuentra finalmente un nuevo mecenas, esta vez un industrial turinés que también había perdió un hijo y que se hace cargo del sponsor. Es así como despega el redescubrimiento de Vivaldi en el siglo XX, a partir de la labor del hombre de negocios Antonio Fanna, quien tras la liberación italiana funda el Istituto italiano Antonio Vivaldi, y los esfuerzos por redescubrir a Vivaldi de Alfredo Casella y Claudio Scimone, director de los Solisti Veneti.
Pero, ¿quién fue Vivaldi? Poco después de su muerte en 1741 Vivaldi ya está en los libros de historia de la música de la época, así John Hawkins escribe en 1776: «La característica peculiar de la música de Vivaldi, o al menos de sus conciertos, es su naturaleza desenfrenada e irregular, y en muchos casos esto parece nacer de una elección deliberada. Algunas de sus composiciones llevan el título explícito de Stravaganze, pues violan las reglas de la armonía y la melodía».
Vivaldi nació en Venecia en 1678, hijo de un violinista. Fue un niño enfermizo, con algún problema de tipo pulmonar, probablemente asma. Ordenado sacerdote, ya entonces era un consumado violinista, sustituyendo en varias ocasiones a su padre en la orquesta de San Marcos. En 1703 entra como maestro en el Hospicio de la Piedad, que acogía a muchachas huérfanas, abandonadas o pobres y las educaba, particularmente en la música. La orquesta de la Pietà consiguió hacerse famosa por su virtuosismo.
Por otra parte, el hecho de que el padre de Vivaldi formara parte de la administración de la ópera puso al joven músico en contacto con el teatro, lo que explica las dotes comunicativas que se expresan en gran parte de sus obras. En 1713 comenzó a escribir la primera de sus 40 óperas, para ser representadas en diversas ciudades, lo que le lleva a un período de viajes frecuentes. Su último viaje, del que poco se sabe, fue en 1740 a Austria, donde había estado su compañera la cantante Anna Giraud. Muere Vivaldi en Viena, al parecer en la pobreza, en el verano de 1741.
La importancia de Vivaldi en la ópera es modesta. Vivaldi fue y es hoy día famoso por sus composiciones instrumentales, particularmente por los conciertos. Cerca de la mitad de sus composiciones son para violín, y solo cien de ellas lo son para violonchelo, oboe, fagot o flauta solistas.
A la hora de definir los hallazgos de Vivaldi, Stanlie Sadie considera que «su música se distingue por su intrínseca energía, su ímpetu y su fuerte carácter rítmico». Sus temas abiertos son fáciles de recordar, buscando tal efecto de manera deliberada. Una de las genialidades de Vivaldi, que hacen de él un autor vanguardista, no solo en la música Barroca, sino con proyección también en la música popular del siglo XX, es el gran uso de secuencias, es decir, la repetición de una misma frase en tonos diferentes, que genera una particular tensión en el oyente. Esto es observable, por ejemplo, en su obra de 1712 L´estro armonico, op. 3, haciendo un uso impecable del «ritornello» que normalmente usaba en los momentos álgidos de sus conciertos.
Otra de las características vanguardistas de Vivaldi, apreciadas inmediatamente por otro de los genios del Barroco como fue J. S. Bach, que transcribió para órgano una decena de célebres conciertos vivaldianos, y que lo colocan en el romanticismo antes de que tal movimiento existiera, es la utilización del carácter «programático» para algunos de sus conciertos, es decir, contar musicalmente una historia, o al menos hacer que encierren un significado que enlace la música con la naturaleza. Por ejemplo, La notte, concierto para fagot lleno de elementos oscuros y siniestros. Lo mismo Il Gardellino, donde la flauta imita el gorjeo de los pájaros, o La tempesta di mare, música de fondo perfecta para perderse en el famoso cuadro de Turner a buen recaudo en la Tate Gallery.
El concierto más famoso entre los de este tipo, de una sinestesia romántica inigualable, es Le quattro stagioni, que Vivaldi incluyó en una colección publicada en 1725 como su op. 8, con el fabuloso título de «la competición entre la armonía y la invención». Son conciertos para violín, donde Vivaldi describe una historia aparejada a cada estación del año utilizando todos los elementos para describir un efecto que se repite, en un alarde de fantasía cercana al capricho. El timbre instrumental sobresale, con un incremento de la pasión y la fogosidad, que dota de un vigor inusitado a sus composiciones. La frescura y la claridad de su inventiva todavía siguen intactas a día de hoy, casi tres siglos después.
L´Inverno de Vivaldi es especialmente sinestésico, al reflejar el efecto del orrido vento, los pies congelados que patalean por el frío, el andar temeroso para no patinar sobre el hielo, las inevitables caídas al suelo, el correr fuerte para huir del frío viento del norte y de todos los vientos.
De todas las interpretaciones de Las cuatro estaciones de Vivaldi, una de las más celebradas es la del violinista letón Gidon Kremer, capaz de hacer de Vivaldi un espectáculo de una contemporaneidad insospechada, tal vez por haber sido capaz de adentrarse en los misterios de la composición vivaldiana, en su carácter eterno en la descripción de algo tan común a la humanidad entera como es el tiempo y el efecto que produce en el hombre y, por extensión, en la naturaleza misma. Una conjunción insuperable.
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