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La moción fantasma (II)

La moción fantasma (II)
Marisa Gallero el

 

La cuestión era dar palmas. Durante 17 horas de moción fantasma asistimos a un repertorio digno de un gran cantaor, si no fuera porque estábamos en el hemiciclo. Cómo sería de adictivo para el ego, que Pablo Iglesias anunciaba en el patio del Congreso que le gustaría «vivir otra moción de censura».

Si ya nos dio el cante a palo seco, una de sus intervenciones fue calcada al día anterior, como si se le hubiera traspapelado el guión y tuviera que insistir de nuevo en los cargos del PP que están siendo investigados. Nos quería volver a repetir el martinete. La corrupción descarnada que Irene Montero describió como si empuñara una Kalashnikov ya estaba ahí cuando votaron que no en la investidura de Pedro Sánchez.

No estaba para ninguna rumba Albert Rivera, a quién Iglesias atacó con más saña que a Mariano Rajoy, por ser un mero producto de marketing del Ibex 35, el fiel escudero del PP. Parecía algo personal y no que deteste por una formalidad el color naranja. «Ninguna idea, sólo ataques. ¡El hombre del consenso!», resaltaba Rivera en un encuentro por los pasillos. Y resumía la opinión de muchos. «A Pablo Iglesias se le ha puesto cara de Hernández Mancha, más que de Felipe González».

Se esperaba con impaciencia la intervención del hombre de Pedro en el Congreso, que mostraría si el Partido Socialista respiraba tras desangrarse internamente. José Luis Ábalos dio la toná. Un cante sobrio y profundo, cuyo interlocutor fue Mariano. Y como si el nombre de Pablo siguiera envenenando los sueños del PSOE, se permitió no pronunciarlo.

Incluso se atrevió con el último Caballo de Troya de su partido, la abstención. «A lo mejor a veces abstenerse no es tan grave» sonó a desagravio, a quitarse una espina de la rosa clavada en el corazón. En su turno de réplica fue por alegrías, remarcándole a Iglesias que si votasen «que sí esto no va para adelante. ¿Verdad que no? Pues dejen de alimentar la expectativa».

A Iglesias le rechinaba el  cinismo entre los dientes. Sólo hay que comparar cómo se dirigió a Ábalos, modulando la voz como si estuviera cantando un romance o una rondeña, con la sesión de investidura de marzo de 2016, cuando le recordó a Pedro Sánchez, como si llevara un megáfono, el pasado «manchado de cal viva».

El presidente de la soleá, ausente toda la mañana quizá por la molestia de contestar cuando no se le esperaba, llegó cuando el predecible Rafael Hernando salía por peteneras. Creciendo su chulería por cada puya ensartada al compás, hasta olvidarse de templar.

El jaleo estaba servido. Rafael Mayoral le gritó «¡golfo!», mientras golpeaba el estrado como si le hubieran puesto un cajón. No escuché ningún reproche a Iglesias, cuando aseguró que «la política española se estaba calentando» y le ofreció su despacho a Andrea Levy para que uno de sus diputados la conociera físicamente.

Para terminar con dos días que nos podríamos haber ahorrado, una sinfonía de palmas, mientras en Estremera, Francisco Granados dejaba atrás las rejas tras pagar una fianza de 400.000 euros, con el fondo de unas carceleras.

 

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