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Disparen al humorista

Disparen al humorista
Marisa Gallero el

 

Decía G. K. Chesterton que «el humor, amigos míos, es lo único sacrosanto que le queda a la humanidad». Nuestra Audiencia Nacional no entiende de humor ni porque sea negro. La nieta de Carrero Blanco veía «un disparate» pedir cárcel por unos tuits sobre su abuelo con una declaración que no le habrá llegado al oído a la juez: «Me asusta una sociedad en que la libertad de expresión, por lamentable que sea, pueda acarrear penas de prisión». Con la condena a Cassandra Vera a un año de cárcel y siete de inhabilitación por enaltecimiento del terrorismo hemos pasado a juzgar los tuits como disparos.

En esas arenas movedizas se adentra Darío Adanti con su ensayo gráfico sobre los límites del humor. «Aún no tenemos claro cómo salvar esta contradicción ni cómo medir el tiempo que debe transcurrir entre el drama y la comicidad, aunque lo cierto es que nunca supimos cómo medirlo de forma fiable», diserta uno de los personajes de un azul y rojo intenso de «Disparen al humorista» (Astiberri).

La fórmula de que «comedia es tragedia más tiempo» atribuida a Woody Allen en boca de un arrogante productor de televisión protagonizado por Alan Alda en «Delitos y faltas», tampoco ha sido el método utilizado por la Audiencia, si tenemos en cuenta los años que han transcurrido desde el atentado del que fue presidente del Gobierno durante la dictadura de Franco. En ese sentido habría quedado obsoleta.

Dando en el clavo Adanti al llegar a la conclusión de que el humor se cuela por un agujero negro, generando como gran paradoja que «cada vez que un chiste es noticia, se replica aquello que se quiere silenciar», jugando la globalización a favor del chiste tabú, que ahora se consume como información.

«Conceptos tales como “incitación al odio o “enaltecimiento del terrorismo” en contacto con la sátira, se vuelven pura paradoja. Si el único límite del humor es su contexto y la comunicación global ha disuelto el contexto. Y si la ironía es a la sátira lo que la rima es al verso. ¿Cómo saber si la sátira está incitando y enalteciendo o si, en realidad, está haciendo lo contrario?», reflexiona el autor.

Las viñetas de Adanti, uno de los creadores de la revista satírica Mongolia, tienen un pasado de apuntes tomados en múltiples libretas, con referentes como André Breton, Frida Kahlo, Hannah Arendt, Italo Calvino o Emil Cioran. Un torrente de palabras, meditadas, dialogadas dentro del cerebro del humorista, para mostrar a la sociedad su condición moral, que dicta «que no está bien hacer en público» lo que se permite en privado.

«En esta civilización nuestra, por libertad de expresión se entiende, en términos prácticos, hablar tan sólo de cosas intrascendentes. No debemos hablar de religión, porque eso es intolerancia; no debemos hablar de pan y queso, porque eso es propio de comadres…», exclamaba Chesterton por boca de uno de sus personajes.

El universo oscuro del creador argentino retoma esa idea: «Nos dicen que no hay que reírse de las creencias de la gente… No podemos reírnos ni de Dios ni de Mahoma ni de Yahvé», consiguiendo llegar a «un punto de represión en el lenguaje que nos ofenden más las palabras que los actos como si el delito no fuera el hecho, sino su representación».

«En estos tiempos confusos que vivimos», como diría Adanti si escribiera, el humor se ha convertido en el primero en recibir los golpes, el primero en ser censurado y amordazado. Y si alguien te pregunta si tiene límites, nunca respondas.

 

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