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El silencio

El silencio
Marisa Gallero el

 

Esta historia real lleva latente tantos años que me sorprende que nunca la haya volcado en palabras. Será que ha llegado la hora de que no sea normal ocultar agresiones. El silencio. No denunciar. Por la vergüenza del qué dirán. Por no seguir recordando cuando nunca vas a olvidar. Ni cómo ibas vestida ni los insultos ni los golpes. Las historias más atroces ocurren en la esquina de tu casa para que siempre estén ahí.

Era un miércoles 4 de octubre de 1989. Las Fiestas Patronales en honor a la Virgen del Rosario de Rota. Volvía a casa sola. No eran todavía las once de la noche. Antes de cruzar la calle Buenavista, un americano —uno de tantos de los que había por el pueblo en los años ochenta por la Base Naval, ahora se ven menos y casi siempre van en grupo— me increpó preguntando dónde iba, que si no quería follar con él. Le contesté con un sonoro: «Fuck yourself!». Y seguí mi camino. Ni se me ocurrió mirar atrás. He lamentado tantas veces mi respuesta como mi falta de cautela, como si lo que sucedió fuera mi culpa.

Cuando crucé el arco de San Cayetano me derribó. No tuve tiempo de reaccionar. Se subió encima de mi estómago y empezó a darme puñetazos en la cara mientras me insultaba. Grité. Intenté arañarle. Quitármelo de encima. Pero no podía. Por más que pataleaba y me retorcía.

Dejé de luchar. Seguía sobre mí, con mi cabeza entre sus manos golpeando el asfalto, diciéndome que iba a morir. Desconecté. Empecé a verlo todo negro y me dejé llevar.

En ese momento, un grupo de tres chavales se habían armado de valor y salieron chillando detrás del arco. Uno de ellos era el hermano mayor de una de mis amigas de infancia. ¡Cuántas horas había pasado en su casa! Todavía cuando me lo cruzo por las calles de mi pueblo, le saludó y le sonrío con la mirada. He borrado de mi mente si intenté decirle algo más durante los años que siguieron. Tampoco recuerdo quiénes eran los que le acompañaban.

En mi casa, a la vuelta de esa esquina, se produjo una gran conmoción. Me dio un ataque epiléptico o quizá reventaron los nervios. Sé que mi madre hubiera querido alargar el top negro que me dejaba al aire el ombligo cuando llegó la Policía Local. Fui incapaz de articular palabras.

No quise denunciar. No quise abrir la boca. Contar qué había ocurrido. Cómo era. Un mínimo retrato para localizarlo. Formaría parte de las estadísticas de violencia del entorno de la Base sin que les llegará una simple querella.

Me negué a quedarme en Rota. La obstinación de mi mirada hizo que mi familia cediera. El lunes 9 de octubre empezaban las clases de Periodismo en la Universidad Complutense. Mi sueño durante años. Aunque no era así cómo había imaginado mi llegada a Madrid.

Tenía la nariz un poco desviada. Los ojos eran dos moratones con las distintas tonalidades del lila. Por más capas de maquillaje que me pusiera era imposible de camuflar. Al primero que se lo conté en un tono distante fue a quién sería uno de mis conocidos en la Facultad. No sé porqué ubicó la conversación en esas interminables escaleras mecánicas de la estación de Cuatro Caminos. Cuando pasaron los años coincidimos en una cena informal por el barrio de Huertas. Era el grupo de compañeros del periódico de una amiga. Cuando soltó en voz alta lo que pensó que era una gracia. «Todavía recuerdo cuando te conocí. Tenías la cara echa un cuadro». Fue como una bofetada. Sólo pude levantarme e irme. Aquella amiga salió detrás de mí.

Cuando crees que has vencido, que te has vacunado con los años, aparece el miedo irracional, en una milésima de tiempo, y no puedes huir. Piensas que nunca has gritado, que ese aire se ha quedado aprisionado en tus pulmones sin liberarlo. El miedo es viscoso y puñetero. Se incrusta en los músculos entre la piel y los huesos. Tienes que tener mucha fuerza para aplastarlo. Durante años he andado rápido por la mitad de la calzada, mirando hacía atrás, o directamente he vuelto a casa corriendo. No puedo ver películas con una mínima escena de violencia. Cuando ocurre, apago la tele. Respiro. Vuelvo a encender y acelero la secuencia. Hay algunas que directamente se quedaron a medias. En ese sentido, «Código desconocido» de Haneke me golpeó por dentro. La escena cuando Juliette Binoche está encerrada en una casa abandonada y una voz le dice que va a morir. Como a mí. Tan irreal y cercana.

Es difícil de transmitir que la sensación en tu interior es igual de nítida por muchos años que pasen. ¿Cómo explicas el miedo? Habita en el subconsciente. No deja de estar alerta. Te acelera la respiración convirtiendo al corazón en un pequeño insecto atrapado en un cristal. No entiende porqué no puede pasar siendo transparente y se golpea una y otra vez. Tú eres ese insignificante insecto que no encuentra la salida, provocando una angustia que te asfixia.

Quizá también es difícil de entender porqué tantas mujeres espontáneamente estén contando episodios brutales ocurridos hace años como si hubieran ocurrido ayer. Es sencillo. Hemos roto el silencio.

Me sentí identificada con las palabras de la actriz Janis Paige: «Incluso con 95, recuerdo todo». Nunca se olvida. O cada uno de los testimonios de las mujeres aterradas por el todopoderoso productor de Hollywood que no hablaron por miedo a las represalias. El relato de la actriz Annabella Sciorra es una película de terror. Se atrevió a contar cómo la violo Harvey Weinstein a principios de los noventa cuando descubrió que no creían a Asia Argento. «O.K., you want rape? Here’s fucking rape», le dijo al periodista de The New Yorker. Es la normalidad del acoso y de cientos de testigos que callan cada día, como explica Leticia Dolera. El efecto Weinstein es imparable porque hasta ahora se ocultaba. Ni es una epidemia ni una moda incomoda.

Ha llegado la hora de denunciar los actos cotidianos de violencia, de agresiones omitidas. Decir que no voy a enmudecer más. Tengo una razón de peso. Una maravillosa pequeña de nueve años que se merece una sociedad que la defienda. Si le pido que no se calle ninguna mezquindad del patio del colegio, aunque le acusen de chivata, ¿no es hora de dar ejemplo?

 

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