Ninguna imagen es cualquier imagen cuando se aleja. Si sirve para lo que se hizo, habrá dejado en el alma una brizna de consuelo, un momento de dicha, la respuesta a alguna pregunta o alguna pregunta que habrá que responder cuando no esté. Ninguna ausencia de ellas se parece a otra, ninguna repite lo que el año anterior. Está la que se hace corta porque la bulla no permite más que un momento, la que se disfrutó con el lento aparecerse de un paso que llega desde lejos y va creciendo hasta estar frente a los ojos. La que se acompaña largamente por las aceras, al paso calmado de las chicotás que tienen la medida humana de la música, y que por mucho tiempo que pase deja sin saciar el hueco sin fondo de un hambre incansable. Por muy bien que esté siempre deja la ausencia.
Cuando la imagen se marcha queda una fotografía personal que resume todos los momentos en uno solo, y antes el corazón habrá tenido tiempo de hacerse a la idea de que se podrá repetir. Con certeza o con la esperanza de que no habrá nada más que algunas decenas de kilómetros entre el devoto y Aquello hacia lo que peregrina. Hace hoy un año de esta fotografía última. Para otros sería de otra manera, pero para mí es un manto antiguo, vertical como una pared, que se aleja por la calle con el horizonte plano de un cielo casi oscuro, con la luz de candelabros rematados por faroles ganando terreno a la noche cada vez más rápida. Recordaba muchos atardeceres dulces y templados en fechas como aquella, con nombre de Madre que empieza en mayúscula, pero era un día gris y desabrido, que sólo se hizo acogedor cuando apareció la Virgen del Amparo, siempre elevada como un altar de cultos, siempre cercana y tierna.
La vi entrar a la capilla de Montserrat, envidié a quien escuchara su diálogo con el Cristo que perdona y olvida los pecados y la vi pasar y girar mientras el sol se despedía. Bueno, no fue pasar. Fue como una visita al lugar del que no me podía mover y cuando ya sabía que tendría que marcharme enseguida. Mi hija pequeña se había indispuesto y no tendría esa vez el camino discreto por las calles estrechas viéndola venir y llegar una vez y otra. Qué le iba a hacer. Otro año sería, aunque supiera que hacía siete que echaba de menos no verla en la calle. Visto ahora casi parecía un presagio.
La dejé marchar con la despedida del manto y la luz mientras buscábamos el regreso por otras calles y nos alejábamos, en vez de buscarla, de la música que señalaba su presencia. Ninguna procesión en realidad es como otra y ninguna otra puede sustituirla, así que de vuelta guardaba en la nariz el olor del incienso, en la piel el calor de esas bullas manejables de otoño, en los oídos la forma en que las marchas estallan, y en el corazón esa sonrisa dulce que me había llamado a acompañarla esa tarde. La que busco en la memoria cuando la distancia se me hace muy grande. Mediaba noviembre y en el hábito del mundo que se repite pensaba en el ciclo de los ritos que traerían la Cuaresma, la Semana Santa, la Pascua y otra vez noviembre, y apenas pudo empezar la primera. Ni imaginaba que cuando ha pasado justo un año iba a escribir sin haberme visto otra vez así ni una sola vez, ni yo ni nadie. Ni pensábamos cuánto echaríamos de menos hasta esas despedidas, ni imaginamos cuánto lloraríamos por todo lo demás. Al domingo siguiente, a un hombre le diagnosticaron en un hospital de China una neumonía de origen desconocido.
Liturgia de los días