¿Qué tienen en común Humphrey Bogart, Miguel de Unamuno, Vladimir Nabokov, Enrique Morente y Ernesto ‘Che’ Guevara? Que sus caminos, pero sobre todo sus mentes, se cruzan en algún punto entre a1 y h8, las casillas del tablero. Lo saben bien los oyentes y lectores de Manuel Azuaga, entusiasta divulgador que triunfa en la radio con el programa ‘El rincón de ajedrez’ y en las páginas del ‘Diario Sur’. Treinta de sus artículos forman el corazón de ‘Cuentos, jaques y leyendas’, un libro para todos los públicos, sin una sola jugada de ajedrez pero con el alma en blanco y negro.
La prosa de Azuaga tiene la doble virtud de aunar conocimiento y ligereza. Su libro se puede abrir por cualquier página –«como si fuéramos ingleses»– o recorrerlas de forma adictiva en el orden propuesto por su autor, que reúne a grandes campeones y a aficionados nada simples. El denominador común es su pasión por el juego y haber tenido vidas extraordinarias.
Con prólogo de Miguel Illescas y una cita deliciosa de Morente como aperitivo –«Saca el ajedrez, Jesusico, que vamos a tener ideas»–, Azuaga invita al aficionado a disfrutar, pero creo que gustará incluso más, por el factor sorpresa, a quien poco sabe de jaques pero no es inmune a los buenos cuentos y leyendas. El libro, que se hace corto, tiene la ventaja de que se puede ampliar semana a semana, porque su autor nos sigue ilustrando con nuevos artículos.
Los personajes de esta obra, por otro lado, se encuentran y reencuentran en este escenario y entre bastidores, un enjambre de ajedrecistas profesionales y artistas, sobre todo, que comparten tantas cosas. Como dicen que dijo Marcel Duchamp, quien llegó a jugar para Francia en varias Olimpiadas, «mientras que no todos los artistas son jugadores de ajedrez, todos los jugadores de ajedrez son artistas».
Entre los grandes desconocidos, con los que Manuel hace justicia, podemos destacar a la ucraniana Liudmila Rudenko, una suerte de Schindler que salvó a 300 niños y además ganó el campeonato del mundo. En su trabajo alimenticio como linotipista, cometió el divertido error, salvo para ella, de poner el verbo «fumar» en la frase «Leer libros de Lenin y Stalin». No le salió gratis.
Algo más conocida es Sonja Graf, «la ajedrecista que jugaba vestida de hombre», subcampeona del mundo y antecesora de la Beth Harmon que el público conoció en ‘Gambito de dama’. La ajedrecista nacida en Múnich, a la que Goebbels no permitió jugar en el equipo nacional, se refugió durante algunos años «en el tabaco, el alcohol, las noches en vela, el sexo y el ajedrez». Y como el mundo es un pañuelo, más aún el de las 64 casillas, Graf jugó contra Arturo Pomar, otro de los protagonistas del libro, en el club de Hollywood que frecuentaba Bogart, también merecedor de un capítulo. Todo ello lo teje Azuaga con una amenidad pasmosa, sin que se vean los hilos de la enorme labor de documentación.
En contra de sus intereses, Azuaga también desmonta alguna leyenda, como la de que Trotski salvó a Alekhine de morir ejecutado en Odesa. En este caso lo hace con ayuda de Antonio Gude, de cuyo último libro hablábamos por aquí hace poco. Otro erudito, Miguel Ángel Nepomuceno, le cuenta que cree que el campeón del mundo fue un espía de Franco. Pero si seguimos desenredando la madeja esto no se acaba nunca; quién mejor que Borges para poner fin a esta reseña:
En el Oriente se encendió esta guerra
cuyo anfiteatro es hoy toda la Tierra.
Como el otro, este juego es infinito.