NB: Una versión distinta de este artículo fue publicada anteriormente en El Economista con un título diferente.
En 2014 comenzó una nueva Guerra Fría entre Estados Unidos (EE. UU.) y la Federación de Rusia.
En ese año, EE. UU. organizó un golpe de Estado en Ucrania, disfrazado de una de las llamadas revolución de colores, para derrocar a su gobierno.
Los objetivos de aquel putsch fueron dos.
El primer deseo estadounidense consistía en expulsar a la flota rusa de Sebastopol para dificultar a Rusia su acceso libre al Mar Negro y, a través de éste, a aguas cálidas, durante todo el año.
Esa navegación ilimitada ha sido una de las prioridades estratégicas de Rusia, a lo largo de la historia, desde que la Zarina Catalina II la Grande se anexionó la península de Crimea, en 1783, de manos del Imperio turco.
La segunda finalidad fue extirpar cualquier vestigio lingüístico, cultural y religioso ruso de Ucrania, territorio que fue la cuna de la nación rusa y en el que surgió la entidad estatal de Rus, origen de la actual Rusia.
Para ello, el gobierno estadounidense financió, entrenó y alentó un ataque feroz de los sectores extremistas y filonazis del nacionalismo ucraniano contra la población ruso parlante de su país con el propósito de llevar la linde oriental de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) hasta la frontera ruso-ucraniana y convertir, así, esa presencia de la Alianza Atlántica en una amenaza existencial para Rusia como nación.
Todo lo que ocurrió en Ucrania, desde 2014 a 2021, fue el trabajo preparatorio que EE. UU. y sus aliados europeos de la OTAN realizaron para finalizar aquel proyecto de 2014.
La población rusa de Crimea y del Donbás, con el apoyo de Rusia, impidieron que esa empresa pudiera ser finalizada y, de nuevo, EE. UU. y la OTAN fracasaron en 2022 y en 2023.
La pregunta pertinente es, entonces, saber si Occidente aceptará esta nueva debacle o si, por el contrario, estará dispuesto a escalar la guerra híbrida que declaró a Rusia en 2022 hasta sus últimas consecuencias, es decir, hasta provocar la III Guerra Mundial, que sólo será nuclear.
Si eso fuera así, vienen a la memoria las palabras del presidente ruso, cuando, en 2018, fue entrevistado por Vladimir Soloviev, presentador estrella de la televisión rusa.
Al ser preguntado por la hipótesis de un conflicto nuclear, Vladimir Putin respondió que “ciertamente, sería un desastre global para la humanidad, un desastre para el mundo entero, (…) nadie debe tener dudas de que un ataque directo contra nuestro país conducirá a la derrota y a horribles consecuencias para cualquier agresor potencial“.
Putin añadió que “como ciudadano de Rusia y jefe del Estado ruso debo preguntarme: ¿Por qué querríamos un mundo sin Rusia?“.
El mundo puede que, todavía, no se encuentre tan cerca de un enfrentamiento nuclear como EE. UU. y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) lo estuvieron, en 1962, con la crisis de los misiles en Turquía y en Cuba, o, en octubre de 1973, con la crisis en Siria.
Sin embargo, la posibilidad de que la guerra en Ucrania escale hacia un enfrentamiento nuclear debe ser contemplada, dado que el lenguaje y las amenazas sobre el uso de armas nucleares tácticas o de armas equipadas con uranio empobrecido están extendidas.
EE. UU. y la OTAN reiteran que no están directamente involucrados en el conflicto en Ucrania.
La realidad, no obstante, les contradice a diario cuando se constata el dinero, los sistemas de armas, la Inteligencia satelital y los mandos y los soldados de la OTAN que fluyen hacia Ucrania todos los días.
De hecho, miembros del gobierno de EE. UU. y dirigentes y oficiales de la OTAN reconocen, en privado, que están disfrutando al mantener a Rusia ocupada con una guerra local.
La incorporación de Finlandia a la OTAN cambiará el panorama de seguridad en esa zona.
Tras décadas de neutralidad, el país escandinavo se encontrará con soldados y bases aéreas y navales de la OTAN estacionadas a lo largo de los 1.500 kilómetros de la frontera noroccidental de Rusia, la más larga entre la Alianza Atlántica y la Federación de Rusia, a sólo minutos u horas, según el caso, de San Petersburgo.
Todo ello después de que Rusia hubiera solicitado a la OTAN que retirara todas sus capacidades ofensivas a los territorios en los que estaban desplegados en 1997.
Para los finlandeses, la vida va a cambiar radicalmente.
El 90% del total de las armas nucleares están, en estos momentos, en manos de EE. UU. y de Rusia, aunque el riesgo de conflicto nuclear es de una dimensión mayor al existir, en la actualidad, nueve potencias nucleares.
Entre ellas, China es una amenaza creciente para EE. UU., agravada por el estrechamiento de sus relaciones con Rusia, y ya ha alcanzado, en opinión de militares estadounidenses, “ruptura estratégica” y “equilibrio de poder” con los norteamericanos.
La estabilidad estratégica ya no se establece entre dos grandes potencias, sino, entre tres.
Por último, el desarrollo tecnológico está acelerando la modernización de las tríadas nucleares -aire, mar y tierra- de Rusia y de EE. UU., el liderazgo ruso en misiles hipersónicos, hoy invencible, y las capacidades ciber, espaciales y sensoriales de las tres grandes potencias.
EE. UU. y Rusia no hablarán sobre el llamado diálogo estratégico, es decir, nuclear, hasta que no termine el conflicto en Ucrania, lo que mantiene bloqueado el proceso iniciado por Putin y Biden, en Ginebra, en julio de 2021.
Mientras tanto, Rusia y China reforzaron en Moscú, en la reunión de tres días que mantuvieron Putin y Xi, en marzo de 2023, “una relación que no tiene límites”, como le gusta definirla a las autoridades chinas.
El riesgo de un conflicto nuclear en el mundo es hoy mayor que lo fue desde 1945.
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