Vaya año de novedades en Madrid. Se suceden una tras otra, sin tiempo apenas para seguirlas. La penúltima ha sido una de las más ambiciosas, el DSTAGE de Diego Guerrero. Y digo penúltima porque aunque abrió hace sólo veinte días ya hay cosas más recientes. Por ejemplo el nuevo Diverxo de David Muñoz en el hotel Eurobuilding, que abre hoy mismo, o el traslado, la pasada semana, del prometedor La Candela desde Valdemorillo a la capital. Pero vamos con este Dstage (¿es necesario poner nombres complicados?) en el que el vitoriano cambia por completo sus registros tras dejar en octubre pasado El Club Allard después de un fructífero periodo de diez años en el que logró las dos estrellas Michelin que de momento aún luce el restaurante de la calle Ferraz. El paso de un establecimiento de lujo como es el Allard, con sus elegantes salones de altos techos y grandes lámparas y espejos, a un espacio informal diseñado por el propio Guerrero, de estética industrial, con paredes de ladrillo visto, lámparas metálicas o tuberías por el techo, es también el paso de una cocina de aires burgueses a una cocina más libre, abierta a muchos registros, en la que el cocinero sigue dando muestras de su buena técnica y de su experiencia pero de una forma diferente. Lo que Paco Morales llamó en Al Trapo “alta cocina informal” tiene aquí un perfecto encaje.
Curiosamente, Dstage es un concepto nuevo en el que nada es nuevo. No es nuevo recibir a los comensales en un espacio diferente del comedor y darles allí un aperitivo. No es nuevo que el cliente pase por la cocina abierta para saludar al chef y a su equipo. No son nuevas las mesas sin manteles. No son nuevas las cocinas abiertas al comedor a modo de escenario. No es nuevo que haya platos que se comen con la mano. No es nuevo que los cocineros salgan a la mesa para servir y explicar los platos. No son nuevos los trampantojos. No es nueva la incorporación a la cocina de abundantes guiños mexicanos y orientales. No es nuevo que no haya carta. Ese es el acierto de Guerrero, que sin inventar nada ha logrado un concepto distinto que, en su conjunto, parece muy novedoso. Y que no se limita a los detalles, porque hay cocina, hay sabor y hay equilibrio en casi todos los platos.
Nada más llegar, el comensal se sienta en una de las butacas o sillones del bar de la entrada. Allí, mientras espera a sus compañeros de mesa, o mientras los camareros le informan de que no hay carta y sí dos menús por 88 y 118 euros (iva incluido) dependiendo del número de platos, le sirven un cóctel de vermú y tres tapitas: una zamburiña con bloody mary, melón con jamón y, la mejor, la “cañita” madrileña, una espuma de cerveza que lleva encima un trocito de anchoa y otro de aceituna. De allí pasará a la barra de la propia cocina donde además de saludar a Guerrero y a su numeroso equipo le servirán una chelada mexicana (versión ligera de la michelada, sin salsas, sólo cerveza, limón y sal) con otros dos bocados. Un intrascendente sandwich de sandía helada y un estupendo jalapeño relleno de steak tartar.
Y por fin a la mesa. Para empezar, una auténtica cursilería: “Con todo nuestro corazón”. Hígado de pichón envuelto en remolacha con forma de corazón. En fin. Sigue un mochi de huitlacoche y queso, buena idea pero malograda por una masa demasiado chiclosa. Nada que ver con la excelente ensalada de encurtidos y morrillo de salmón, refrescante combinación de sabores, que es uno de los platos del menú junto, curiosamente, a los dos que Guerrero mantiene de su etapa anterior: los ravioli de alubias de Tolosa, y el huevo con pan y panceta sobre crema ligera de patata. Siguen siendo dos platazos, sobre todo el primero. A muy buen nivel también la torrija de pan tumaca con sardina ahumada, la delicada e intensa cococha de bacalao al pil pil, y las “estructuras” blandas y crujientes de ternera (gran interpretación de los tendones). Y de nuevo un enorme plato, el bonito del norte con marinada coreana y verduras. Tan jugoso como sabroso.
No todo está en esa línea. Decepcionante un pulpo con achiote y pomelo en el que el pulpo desaparece por completo y sólo aporta textura, y demasiado sabor a quemado en una salsa tatemada, preparada en la mesa con un molcajete, que anula la calidad de una carne de vaca vieja gallega. El postre, El bosque, es una reinterpretación de la conocidísima pecera de Diego Guerrero. Ahora pasa del mar a la tierra y el pez se transforma en un caracol. Nunca me gustó la pecera, así que ahora seguimos igual.
La carta de vinos está muy bien pensada y equilibrada, con opciones para todos los bolsillos. Y el equipo de sala, dentro de esa informalidad que impone el estilo del restaurante, resulta profesional y especialmente amable (aunque cansa un poco el que pregunten “¡Qué tal!” al final de cada plato). En líneas generales, y conscientes de que aún quedan cosas por pulir, muy buena impresión general la de este Dstage que apunta alto.
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